Reseñas Literarias (I)





s vano negar que la historia de la literatura, de manos de aquellos que pretendemos estudiarla, es a veces cruel y casi siempre injusta con según qué figuras participantes (que no protagonistas) de la misma. Así, observamos que se dedican innumerables artículos a autores de poca talla o de desproporcionado renombre con el único fin de lustrar con ahínco posaderas ajenas mientras se ignoran otros que, aun siendo grandes creadores o al menos curiosos esperpentos dignos de mención, se han de conformar con pequeñas loas de estudiantes de medio pelo como el que suscribe estas líneas. Julián Santomayor de los Peñascos Trobados, novelista castellano, ensayista, dramaturgo y esquizofrénico paranoide es, sin duda, uno de estos últimos, y con estas líneas se pretende hacer pública su gran e ignota figura.

Es posible que, al leer usted, querido lector, el primer párrafo de este breve estudio sobre Julián Santomayor de los Peñascos Trobados, se pregunte por qué o a santo de qué o por qué narices es este un autor tan singular, tan mayúsculo, si no lo conoce ni su puñetera y señora madre. Esta expresión, por cierto, no dejaría de tener gracia si se conociera la biografía de Julián Santomayor, que efectivamente permaneció durante muchos años ignorado por su propia progenitora. Pero antes de hablar de la vida de este curioso escritor, considero que merece la pena empezar con un escueto listado de sus obras más representativas.

Narrativa:
La breve historia de Don Tijote de la Pancha (1983): Aunque muchos de los que se atrevieron a hojearla descubrieron sospechosos paralelismos con la mayor de las obras de Cervantes, lo cierto es que no hay copia alguna del Quijote, sino recortes de páginas al azar de la misma (intercaladas con menús de restaurantes chinos a domicilio).
Tres años en coma de un tipo cualquiera (1990): Cuadernillo en formato Din A5 cuadriculado completamente en blanco. Muestra el germen de un artista conceptual en ciernes.

La autobiográfica Cómo superé mi adicción a las drogas (1993): Una gran obra de tres tomos en cuyas páginas se repite siempre la misma frase: “No lo hice, no lo hice”. Con un sorprendente final (SPOILER) “¡Lo he conseguido otra vez, malditos plutonianos!”.

Lírica:
Aunque nunca editara ningún poemario, sí escribió Julián Santomayor poemas sueltos para infinidad de publicaciones especializadas, como Qué Leer (escribió en una esquina de uno de sus ejemplares), el buzón de quejas y sugerencias de Supersol o la revista “Tiza y Borrador” para estudiantes de primaria, con la que consiguió el premio al mejor poema en la categoría “Aprendemos a escribir rimando” con su maravilloso El alcohol hace estragos en mi hígado y si no gano este concurso soy capaz de cualquier cosa, de verso libre. Trascribimos este majestuoso gesto de ingenio y creatividad para deleite y goce de las mentes menos abstrusas.

El alcohol hace estragos en mi hígado
me duele de beber, mierda de vida,
aunque nadie me separa de mi brick de vino
quien lo haga se las verá conmigo
se las verá
lo prometo
como aquella vez en la que arranqué de un bocado la nariz a Lucas
maldito Lucas, cómo lo odio.
Aunque le eche tanto de menos ahora que está muerto.
Si no gano este concurso soy capaz de cualquier cosa, hijos de puta.

Como se puede suponer, aquí presentamos una transcripción del poema adaptándolo al castellano más común, ya que su escritura es tan personal e inconfundible que muchos la considerarían plagada de faltas de ortografía, cuando en verdad tan sólo hace suya la mayor de las economías del lenguaje posibles, usando la “k”, por ejemplo, como única consonante linguovelar oclusiva, o juntando varias palabras en una sola. Así, Lucas sería Lukas y mierda de vida sería literalmente mierdavida, aunque en otra copia del poema en cuestión haya aparecido como mierdavidapordiosbendito. Además, su superioridad intelectual hace que se ría de las normas de escritura, que considera innecesarias, banales y faltas de todo sentido (dicho con sus propias palabras: “Son una mierdaca así de grande”), permitiéndole la liberación de estas normas crear mundos mucho más ricos y a menudo incomprendidos por el público lector, ávido de “pútridos best sellers y clásicos caducos”.

La panda del gallato




Sonaban los acordes de la canción “El manisero”, de Machín. Creo que tuve que retener en ese momento una lágrima suicida dispuesta a saltar al vacío desde mi ojo derecho. O el izquierdo, ya no recuerdo. La melodiosa voz del cubano me retrotrajo a un tiempo en que podía disfrutar de la vida, ser yo mismo al ritmo de aquel negro de sonrisa medio lela. Pero en este momento no podía más que ceñirme a mi trabajo. Había entrenado mucho para lograr estar donde estaba, y por momentos me sentía realmente abrumado por la fortuna que había tenido al estar en un puesto tan privilegiado como el mío. Ser vigilante de San Vito, la mayor discoteca para mayores de setenta años, no era lo que siempre había soñado, pero al menos era mejor esto que seguir siendo modelo para anuncios de teletienda, estirando muelles con sonrisa simiesca.

Mi trabajo era duro, y cada noche (tarde-noche) debía lidiar con infinidad de problemas de distinta índole. Aquel día llevaba tres horas vigilando a la clientela, y ya había tenido que buscar cinco prótesis dentales (que repartí al azar a los interesados, generando una divertida exhibición de grotescas sonrisas), tranquilizar a dos ancianos dispuestos a matarse a bastonazos por afirmar ambos ser la misma persona y separar alguna que otra pareja de baile que se apretaba demasiado (sin quererlo, evidentemente). Pero nada superó a lo que pasó al sonar la canción de “El manisero”.

Estaba tratando de olvidar los recuerdos evocados por las maracas de Machín cuando se me aproximó Juan Luis, uno de los clientes habituales de San Vito, con una expresión en el rostro algo extraña, como compungido por dios sabrá qué achaque o apurado por una relajación de esfínter no prevista. Pero su problema no tenía que ver, como era costumbre, con la recolocación de su cadera o el empeño de ser uno de los pilares del local su señora esposa. No, cuando me contó aquello no podía yo creer que fuera cierto. Según sus palabras, había vuelto a ocurrir aquello que todos los trabajadores y clientes honrados de nuestro amada disco temíamos volviera a acaecer. Una de las pocas razones por las que uno podría replantearse el continuar siendo vigilante acababa de llegar, de nuevo: La panda del gallato.

Juan Luis me llevó a la otra punta de la discoteca, tirando de mi brazo, a una velocidad inusitada en una persona de noventa y tres años. Cuando llegamos a la zona VIP (la zona para Vetustas e Incontinentes Personas) pude corroborar la amenaza manifestada por el anciano bailarín. Allí estaba Fred Ericko y su panda del gallato, una vez más, tentando a la suerte con sus cazadoras de cuero, sus gafas de sol y unas pelucas con tupés falsos donde uno podría verse reflejado en el brillo de la gomina. Todos los ancianos maleantes habían vuelto tras ser expulsados hace un par de meses por causar varios destrozos e intimidar a una camarera con el andador de uno de ellos. No podía creerlo, habían vuelto, en clara señal de venganza por la forma en que les eché. Pero si pude una vez, pensé entonces, podré esta otra.
Así que me remangué la camisa estampada de vivos colores para acercarme a su indiscutible y prácticamente inmortal líder, Fred Ericko, vándalo de ciento veintitrés años, que me miraba a través de sus gafas de sol, esbozando una pérfida sonrisa sin apenas dientes, mientras con su mano diestra movía una muleta, robada previamente a una pobre anciana que se movía en círculos tres metros más allá.

-Qué es lo que quiere, Fred- Espeté con autoridad
-¿Mande?-Respondió él girando la cabeza, como esforzándose por escuchar mi voz por encima de la de Machín, que seguía con sus gritos sobre el maní.
-¡Que qué es lo que quiere, Fred! ¡¿Me oye?!
-¡La salida!- Gritó dejando bailar su dentadura, que parecía se negaba a proseguir más tiempo dentro de su boca.

No entendía nada. ¿Qué quería decir exactamente con “la salida”? ¿Querría decir que pretendía que nos viéramos fuera para arreglar cuentas como auténticos hombres, desde que hace dos meses les echara del local por su barullo? ¿O trataba de dialogar conmigo para alcanzar un acuerdo y así poder seguir viniendo a San Vito y apretarse arrítmicamente con las señoras del lugar? Fue entonces cuando se me acercó de nuevo Juan Luis para aclararme el por qué de todo este desbarajuste. Por lo que se ve, él trató de ir al lavabo por decimotercera vez esa noche (la próstata, ya se sabe) cuando, al abrir una de las letrinas, se encontró a Fred dentro tratando de buscar la salida. Al parecer, aquella vez que le eché del local confundió la puerta de entrada con la del servicio de caballeros y acabó encerrado sólo él y dios saben de qué manera en aquel lugar. “Así que realmente no están armando follón”, concluí finalmente, “sino que todavía les está afectando la botella y media de anís El Mono que tomaron al venir la otra vez”. La vergüenza que me produjo semejante desatino hizo que cambiara mi imperativo de tono de voz por uno mucho más conciliador, agarrando del brazo al señor Ericko y acompañándolo a la calle en busca de un taxi que llevarle a casa mientras él seguía mirando por todas partes tratando de comprender dónde se encontraba. Al salir y preguntarle yo la dirección donde vivía, se quitó Fred las gafas para mirarme a los ojos y decirme algo que me hizo rememorar aquel día y convencerme de que jamás debería abandonar el puesto que desde entonces tanto amo: “Yo no quiero irme a casa, joven, sólo un poco de maní”. Dicho esto, meneó las caderas con una sonrisa lasciva y se metió de nuevo en el San Vito para acosar a señoras mientras cata ingentes cantidades de anís.

Maldito desgraciado, ya se me había colado otra vez. A estas edades, cualquiera se fía de esta gente...

Metamorfosis



La verdad es que le costó bastante a Bob darse cuenta de que poco a poco se estaba metamorfoseando en una patata. Al principio no sospechó nada, como es natural, pero al tiempo se preocupó por los cambios físicos y psicológicos que había estado sufriendo durante semanas, quién sabe si incluso meses. Aunque progresivamente Bob se estaba volviendo cada vez más sordo, ciego e insulso (aunque lleno de nutrientes), el primer síntoma que tomó como relevante, el que le hizo buscar a un especialista en el asunto si es que de esto existe en este mundo, fue el hecho de sentir compasión por todo el género tubérculo, evitando comer nada que pudiera tener como ingrediente principal, secundario o incluso como guarnición, patatas fritas, asadas, horneadas o crudas. Bob no se explicaba la lástima que le empezó a producir, de la noche a la mañana, ver sufrir a pobres papas que nada habían hecho en esta vida más que crecer bajo la tierra para ser poco después expulsadas de la misma de manera vil y déspota y ser después ejecutadas, masticadas, ensalivadas y digeridas sin piedad. Fue por ello que, en un brote de estúpida dignidad (y tras pensarlo seis intensos minutos mientras leía un tebeo sentado en el retrete), fundó la Asociación por el Trato Justo a la Patata, al que se adhirieron no más de tres personas: Álvaro Corcel y Concha Deasco, una pareja de octogenarios hippies que cada año se obsesionaban con un alimento y se negaban a comerlo (en su lista se contaban ya las gambas, las nubes de goma, las uñas de los pies y los flashes de lima-limón); y Pedro Franco, pirómano a domicilio y niño traumatizado tras perder en un despiste a los ocho años su primer muñeco Señor Potato en el autobús del colegio (recordaba en las reuniones de la asociación, con lágrimas en los ojos, cómo parecía que Potato quería despedirse de él tras el cristal del vehículo escolar, como queriendo decir “¿qué me has hecho, maldito vertebrado?”). Juntos, los cuatro miembros de la ATJP encabezaban manifestaciones frente a grandes superficies, mercados de abastos y restaurantes de todo tipo, empuñando carteles con mensajes tales como “Ella no lo haría” o “La patata siente, no mastiques demasiado fuerte”.

Lamentablemente, el grupo de la ATJP no conseguía más que críticas hirientes y risas burlonas con sus actos, por lo que Bob se vio obligado a dar marcha atrás en sus reivindicaciones, más teniendo en cuenta que ya había sorprendido a Concha Deasco comiendo unas patatas deluxe al salir de un restaurante McDonalds (“¿Este año no tocaban las pipas peladas?” fue lo único que pudo responder ella ante semejante ultraje). Días después de cerrar el grupo y sin tiempo apenas de poder reaccionar ante lo inútil de sus reivindicaciones, Bob se levantó una mañana de martes y se descubrió, al mirarse en el espejo, completamente calvo y con la piel dura y áspera cual solanum tuberosum cualquiera, lo que hizo definitivamente preocuparse por su posible mutación sin sentido. Tras ir al hospital acompañado por Pedro Franco (el único miembro del ATJP que aún creía en su causa) y ser objeto de innumerables pruebas de todo tipo, los doctores se reunieron en torno a Bob para decirle que, efectivamente, su cuerpo estaba convirtiéndose en el de una patata, un proceso que juzgaban del todo irreversible. Bob no podía creérselo, y exigía una explicación algo más concreta, hasta que el dermatólogo Joaquín Trippi insistió en morderle en el hombro una y otra vez, por lo que tuvo que escapar del hospital ataviado sólo con la bata de enfermo y no sin antes observar cómo Pedro Franco prendía fuego a toda la primera planta del inmueble.

Bob pasó dos días con sus dos noches andando desesperado por la ciudad, perdido porque ya poco podía ver ni sentir, y de hecho su desesperación duró tan sólo esos dos días, pues al tercero se había vuelto totalmente insensible. A su lado, Pedro Franco no podía comprender que todo le produjera aquella indiferencia tan rotunda, y acompañó en su vida vagabunda a Bob para ser él sus ojos y su voz, tratando de convertir a su amigo tubérculo en el nuevo mesías, abogado de los débiles y amigo de los devorados. Pedro inventó historias sobre su amigo Bob, creó parábolas para que todos se contagiaran de su sensibilidad hacia las papas y anduvo de barrio en barrio difundiendo el mensaje de que nadie debería comer nunca patatas, porque cualquiera de ellas podía haber sido antes un ser humano, con sentimientos, como su amigo Bob, que decrecía por momentos y se volvía redondeado y duro. Pasados tres meses, la gente de aquel lugar ya conocía a Pedro Franco como “el loco que va con una patata en la mano diciendo gilitontunas”, y se reían de él y sus ocurrencias mascando patatas fritas y dejando saltar miguitas con sus carcajadas. Pedro, que al principio se mostraba indignado e insistente ante tales actos (no así con los que mascaban Pringles, pues todo el mundo sabe que eso de patata poco tiene), tuvo que abandonar su peregrinaje finalmente al pudrirse y llenarse de moho su amigo Bob, así que lo tiró a un contenedor cercano y volvió a su antigua vida de pirómano a domicilio, no sin seguir recordando siempre a las dos patatas que marcaron su vida y que perdió tristemente. Fue entonces cuando aprendió una gran lección que repetiría ya siempre: “todo en esta vida acaba, amigo, así que échale más sal a esas malditas patatas fritas, caray”.

¿Quiénes somos, de dónde venimos y adónde vas?

Ernesto Sánchez ha sido siempre un tipo interesado en buscar la verdad. Su curiosidad intrínseca ha hecho que desde niño se adentrara en mundos inhóspitos con el único fin de poder hallar la razón última de los interrogantes que le atormentaban: “¿Quiénes somos?” “¿De dónde venimos?” “¿Qué hay más allá de la muerte?” o “¿Dé que está hecha realmente la carne que nos venden como “fiambre para shandwich” en los supermercados?”. Estas dudas, como puede uno imaginarse, hicieron ya que desde pronta edad Ernesto fuera una persona triste y abandonada a su suerte en un mundo incomprendido y repleto de dudas aparentemente sin respuesta.


La familia Sánchez, sin embargo, no compartía del todo las dudas del pequeño Ernesto, y vivía despreocupada tratando de ser lo más feliz posible dentro de sus posibilidades económicas. Jesús, el padre de Ernesto, regentaba una pequeña tienda de chucherías bajo su casa, lo que le convertía en una de las personas más estimadas por todos los infantes y retrasados mentales de la ciudad, gracias a su trato afable y su realmente feo pero simpático rostro. Todos los niños corrían, cuando tenían la ocasión, hasta el puesto de Jesús Sánchez para comprar toneladas de nubes de azúcar, tiburones de gominola o barras de regaliz; mientras que el pobre Ernesto se quedaba encerrado en su habitación, unos pocos metros más arriba, leyendo libros de Kafka o Nietzche. “¿Qué sentido tiene labrarte un futuro si todo es fortuito y caduco, papá?”, decía a su padre cuando tan sólo contaba media docena de años. “Hijo, será mejor que te tomes la hamburguesa de gominola y dejes de decir esas palabrotas tan raras.”


Nunca comprendió que a su alrededor pocos, muy pocos, compartían las existenciales dudas que corroían su alma. De vez en cuando, sin embargo, se reunía a escondidas con personas que, como él, no hacían más que cuestionarse el devenir de sus vidas. Así Ernesto, durante una corta temporada, debatía con un hombre desaliñado que esperaba el autobús en su misma calle con un maletín prácticamente vacío. “No vendo un sólo seguro” le decía entre sollozos al pequeño Ernesto, “y mi mujer se ha ido con otro. Estoy destrozado...” Ernesto, que poco sabía sobre relaciones matrimoniales o ventas de seguros, le respondía con una tanda de aquellas dudas que a él más le interesaban. “¿Por qué estamos en este mundo? ¿Qué puede haber más allá? ¿Con qué tipo de pasta se hace la gomina para el pelo?”. A Ernesto le divertía mucho compartir estas preguntas con personas cono este vendedor de seguros pero, desgraciadamente para Ernesto, a los pocos días este desaliñado señor dejó de aparecer donde solía. Según le explicaron a Ernestito, el vendedor se equivocó al agarrar el autobús y quiso subir antes de que éste parara. Incomprensible, pensó entonces nuestro querido filósofo.


Los años se sucedieron y Ernesto se hizo cada vez mayor, al igual que sus dudas y preocupaciones. Entretanto, cuando no leía a uno de sus nihilistas favoritos, atendía la tienda de su padre, aunque con su llegada los niños no corrían con tanta velocidad para comprar sus golosinas. Esto se debía, evidentemente, a que cuando un infante pedía cualquier dulce de los que allí se vendían, Ernesto le daba, como regalo adicional, un pequeño trauma infantil entre signos de interrogación. El padre de Ernesto recibió numerosas quejas de madres que le recriminaban que, después de comprar sus chucherías, sus hijos llegaban a casa llorando y preguntando que, si el cosmos es finito y Dios no existe, que razón hay para vivir. Jesús decidió entonces echar a su hijo de la tienda y del trabajo, pues ya contaba con cierta edad como para poder ganarse la vida por su cuenta, y Ernesto vagó por la ciudad buscando una ocupación, sin comprender por qué debía buscar trabajo si antes o después debía morir. Pero entonces descubrió una de sus mayores vocaciones: La música.


Parece ser que, en uno de sus paseos por la ciudad divagando sobre el origen del mundo, Ernesto encontró a un grupo de jóvenes tocando la guitarra en el parque. El sonido de la música llamó la atención de nuestro protagonista y decidió hacerse con una y componer canciones con las que trasmitir al mundo todas aquellas dudas que tanto le inquietaban, con el fin de encontrar con quién compartir su desasosiego. Empezó a tocar, como aquellos jóvenes, en parques públicos y estaciones de metro, y poco a poco se le sumó un gran número de personas que comprendían sus letras y las sentían muy adentro. Fueron famosos entre esta gente (que siempre vestía de negro y se maquillaban de manera grotesca) sus temas “Somos alma o materia” o “Es realmente pollo lo que sirven en el KFC”. Los fans de Ernesto se multiplicaban exponencialmente, y poco a poco le instigaron para que grabara sus canciones y las hiciera públicas. Él, aunque no comprendía el por qué del asunto (y de tantos otros) accedió aunque de mala gana, y fue al estudio para grabar una modesta maqueta.


Y en aquel momento fue cuando se puede decir que la fortuna guiñó amablemente el ojo a Ernesto Sánchez, pues tras grabar aquella maqueta un famoso estudio decidió comercializarla y bautizar aquella música que él hacía como Rock Existencialista. Lo que siguió a esto es evidente: Giras por todo el país, grandes ventas de sus discos, videoclips que hicieron historia... Hasta convertirse en uno de los artistas pop más cotizados del país. Formó una banda completa, los “Dubte”, y siguió cantando y emitiendo su mensaje a todo aquel que quisiera escucharlo.


Sin embargo, después de un par de años saliendo en portadas de revistas como la Rolling Stones o Semana, Ernesto abandonó repentinamente el mundo de la música, declarando que nadie había comprendido el mensaje de sus canciones, ya que no conocía a un sólo fan que se hiciera como él las dudas que recitaba en los conciertos. Entonces decidió encerrarse en su mansión de Los Ángeles, acompañado sólo por sus 23 sirvientes, su profesor de tenis y su chófer. De esta manera, prácticamente sólo en el cosmos, podría seguir leyendo a los clásicos y encontrar de una maldita vez el sentido de su triste, miserable e incomprendida vida.


En tres palabras: Ole sus huevos.





Golpetazo

Qué bonito es pensar que uno tiene la suerte de caer en el mejor lugar en el momento oportuno. Qué hermoso verte de pronto donde querías sin apenas esforzarte. Qué divertido es encontrarte con un mundo que te sonríe cual decorado de los Teletubbies... Desgraciadamente, esos momentos de fortuna o de orgásmica drogadicción se equilibran, como el yin y el yang o los documentales de la 2 con la telemierda de la 5, con esos momentos de la más puñetera de las punterías.

Es como si en un atasco de coches estás siempre en el carril más lento, o te escogen entre millones de personas para una cansina encuesta o, como es el caso que nos ocupa, cuando entras en el mercado laboral con una crisis de proporciones bíblicas (bíblicas de los últimos capítulos, que son los que acongojan)... Uno se pregunta si tendrá la fortuna suficiente para no acabar, después de todos los estudios realizados, vendiendo menús wini wini en un winipizza o un burguerwini.

Porque si hay algo peor que tener mala pata, eso es la incertidumbre... y en tiempos de crisis económica (que cansinos estamos, por cierto, con la maldita crisis) otra cosa no habrá, pero incertidumbre la que uno quiera... Para aquellos que se encuentren en una situación similar a esta, os dedico esta bonita canción. Porque tener dinero es lo de menos, lo importante es creérselo uno, qué narices.

Por cierto, fijaos en el señor batería... a eso me refiero con creérselo, amigos...



Un saludo de este bloguero con un dolor de cabeza tremendo (¿será por el mazazo de la realidad?)

Critica a la pura razón


Corría el año 1992 cuando José Fandango hizo su primera crítica. No era en aquel entonces un profesional como lo es ahora, pero sus vívidas e hirientes palabras hicieron que no fueran pocos los que le escucharan desde entonces. Decimos que corría el año 1992 cuando José Fandango, que por aquel entonces se dedicaba a comprar, quemar y cobrar el seguro de diversos inmuebles, acudió por curiosidad al recién inaugurado museo nacional centro de arte Reina Sofía, tal vez para practicar en aquel lugar su querida piromanía. Al aproximarse aquel día a un cuadro firmado por un tal Maura, el señor Fandango, tras unos minutos observándolo circunspectamente, exclamó bien alto para que todos pudieran escucharle las cuatro palabras que poco después le harían famoso: "Valiente mierda más grandísima". Los visitantes que en ese momento contemplaban las obras allí expuestas no pudieron más que dirigir su vista hacia aquel pánfilo, sobresaltados por el grito que rompía aquel silencio sepulcral y presuntamente respetuoso con las obras de nuestro arte patrio contemporáneo. Sin embargo, en vez de recriminarle tal insulto a la moderación, un señor que intentaba descubrir si el gotelé formaba parte de la exposición se dirigió a Fandango y empezó a aplaudirle con una expresión de completa convicción y complicidad. Su señora, invidente, aplaudió sin tener mucha idea de lo que iba el asunto con igual vehemencia, golpeando sin quererlo a una tercera persona, que por el golpe recibido pensó que debía aplaudir también si no quería seguir recibiendo. Toda la cuarta planta del Reina Sofía aplaudió entonces a José Fandango... y así empezó su leyenda.

Cuentan algunas versiones de la historia de este personaje que entre las personas que aplaudían se encontraba Jacinto Puente, director de la revista España 3000, famosa en la década de los noventa por presentar mensualmente un ejemplar con un guardia civil en paños menores para que los más españófilos tuvieran qué colgarse en la pared sin temor a ruborizarse. Al salir del museo, Jacinto Puente se acercó al señor Fandango para invitarle a la redacción y ofrecerle una colaboración en su revista. Fandango preguntó si podría llevarse su bidón de gasolina (que siempre iba con él) y en caso negativo si podría esperar a que quemase un par de cafeterías de camino a aquel lugar. Lamentablemente, aunque el señor Puente accedió a contemplar cómo quemaba un par de edificios, a Fandango se le olvidaron sus cerillas, y ningún transeúnte quiso prestarle lumbre, ya que la solicitaba enseñando sin mucho disimulo la gasolina en cuestión. Después de esta anécdota sin demasiada importancia, Jacinto Puente ofreció, como decíamos, una columna mensual donde Fandango podría criticar lo que él quisiera, usando las palabras que él estimara oportunas. No encontraría límites en su libertad de expresión, y los lectores de España 3000 estarían orgullosos de ver cómo un español de pura cepa (eso suponía) decía las verdades que pocos se atrevían a decir. Huelga decir que Fandango accedió de buena gana, y empezó a escribir críticas de teatro, ballet, óperas o películas orientales, aunque bien podían ser todas la misma crítica, ya que en todas repetía aquellas palabras que ya pronunciara frente al Maura: Valiente mierda más grandísima.

Sin embargo, pese a su pobreza léxica y su escasa originalidad, José Fandango se hizo querer mucho entre los lectores de España 3000 (en las jaulas de los gorilas del zoo de Madrid no se leía otra cosa), y poco después nuestro personaje dio el salto a la radio, colaborando en el programa "Seamos Sinceros(SS)" de Radio Nacional Española Hispana Y a Mucha Honra, Caray (la RNEHYAMHC, para abreviar), donde presentaba su propia sección que, como no podía ser de otra menera, se denominaba "La mierda de hoy es". Allí conoció a la bella actriz de radionovelas Ester Píscore, que poco después daría el salto al cine y se convertiría en una estrella mundial. Ambos, durante el tiempo que duró el programa Seamos Sinceros, entablaron una bonita amistad, y cuando Ester ya aparecía en algunos seriales televisivos y en pequeñas fotografías de revistas del corazón, José Fandango aparecía con ella, por lo que se rumoreó sobre la existencia de algo más que amistad entre ellos. José Fandango no fue tonto y aprovechó la ocasión para poder aumentar su nivel de popularidad, y fue entonces cuando decidió acudir una noche al apartamento de Ester Píscore y prenderle fuego a todo el edificio, causando numerosos daños materiales y provocando un mortal ataque al corazón del hamster de Ester.

Fue así como se hizo famoso en todo el país José Fandango y, después de pagar una multilla por su acto pirómano, acudió a numerosos medios a contar cómo hizo aquella estupidez, aprovechando para soltar entre pregunta y pregunta alguna crítica a lo que él veía oportuno, no sin callarse su famoso "valiente mierda más grandísima". El volumen de los aplausos crecía en cada intervención, y después de las entrevistas acudió como tertuliano a muchos programas de diversos tipos: del corazón, de cotilleo, de prensa rosa e incluso algun reality, creciendo su fama y su caché de manera exponencial cada vez que aparecía delante de una cámara.

Hoy, Fandango posee cuatro cadenas de televisión: Valiente 5, Mierda 7, Más 8 y la recién creada Grandísima 3, destinada a los más pequeños para la TDT. Es, aseguran los profesionales del medio, uno de los críticos más aclamados del pasado siglo y el más poderoso hombre de la televisión. Su secreto es, según afirma personalmente, "dar a la gente lo que quiere". Y a tenor de sus resultados no cabe duda de que lo consigue.

Regalo por la tardanza

¡A las buenas, gente!

Como hace la de Dios es Cristo que no publico nada, os intento recompesar con esta entrada tardía (algo inposible conociendo vuestra insaciable hambre de chorribobadas con las que os trato de nutrir en este amable y vomitivo blog). Como muchos de vosotros estaréis de exámenes o, aun peor, de vacaciones, os mando este video que hicimos el año pasado intentando, como viene siendo habitual en nosotros, olvidarnos de estas fechas tan memorables. La tensión de la zapatilla, cortometraje destinado a ser un hito en el mundo del cine... o más.

Lunes musicales (III)

Recuperamos nuestra estimada sección de los lunes musicales con este temazo de La Compañía sobre un soldadito que se va a la guerra y la muchacha que se quiere ir con él. Un canto al masoquismo y un videoclip derrochante de los mejores efectos especiales de la época (¡¡la gente aparece y desaparece por cosa de brujería!!). Aprendeos el baile que este verano la cancioncilla lo petará en los mejores guateques. Ahí os la dejo, muchachos. Y no os olvidéis de odiar los lunes, que para eso están.

Profeta


Bill miraba impávido la pantalla de la televisión contemplando a diez monos peleándose entre ellos por la conquista de un territorio lleno de excrementos y barro. Su cara reflejaba una mezcla de sentimientos, entre los que se contaban los de la repugnancia y la pura envidia. Mientras tanto, su mano derecha rascaba insaciablemente sus genitales por dentro del pantalón, haciendo sólo algún descanso del ejercicio de aliviar el picor usando esta misma mano para agarrar unos cacahuetes que se posaban en su pancha y redirigirlos hacia su boca, rodeada como estaba en ese momento de una barba adornada con infinidad de migas de todo tipo, color y tamaño. La otra mano, la siniestra (aunque este adjetivo podría usarse para todo su ser), agarraba el mando a distancia del emisor de rayos catódicos para que nadie, absolutamente nadie, pudiera arrebatarle el derecho de ver hasta el final la intensísima batalla simiesca que tan absorto y contemplativo le tenía. No recordaba Bill ya ni cuándo había parpadeado por última vez, y si se viera en el espejo (aunque para ello debería levantarse) podría observar el tono rojizo de sus ojos, dignos de un personaje maligno de película de serie B o algún chandalero en busca desesperada de su próxima dosis.

Ahí estaba Bill, aunque entendemos que este no sería su auténtico nombre, pues este recién treintañero era un español de pura cepa, hijo y nieto de toledanos, y raro es que alguien en Toledo, ciudad española como la que más, bautice a alguien con el anglófono nombre de Joe, Phill o, como es el caso que nos ocupa, el susodicho Bill. Por cierto que en este momento algún lector puede preguntarse de manera lógica qué pensarán los familiares de este lamentable personaje (que como decimos puede llamarse en realidad Francisco, José o inclusmo Timoteo) si lo vieran a sus treinta años tan desaliñado mirando fijamente a aquellos monos, vestido sólo de cintura para abajo, sin afeitar desde haría semanas y rodeado como estaba de inmundicia por todos lados... Si el lector se hiciera esta pregunta, decimos, nosotros hemos de responder con otra bien distinta: ¿Y qué coño importa?

El caso es que ahí estaba Bill, tirándose eructos entre latas de cerveza esparcidas por el suelo sin ningún orden ni concierto, en un piso oscuro y pequeño catalogable por algún experto e incluso algún aparejador como cueva inmunda. Ahí estaba él cuando, de pronto, un haz de luz iluminó toda la estancia mientras acordes de un órgano de iglesia sonaban a un alto volumen y una ráfaga violenta hacía volar pelusas, latas e incluso el cacahuete que en ese mismo momento se dirigía hacia una muerte segura en la sucia boca de Bill. “De la que me he librado”, habría pensado el fruto seco. Pero quien nos importa en este momento es Bill, que por primera vez en mucho tiempo se ha dignado a parpadear y dirigir la vista e incluso todo su cuerpo hacia donde nacía aquella luz. Allí estaba, podía distinguirlo bien, un anciano hombre vestido de blanco, con una larga y frondosa barba, una cara de no haber roto un plato en su vida y un ridículo triangulito sobrevolando su cabeza, como si se lo hubieran colocado intentando gastarle una broma sin apenas gracia. En seguida Bill, que no era tonto, cayó en quién era aquel personaje que de forma mágica había aparecido en su salita de estar.

Bill exclamó entonces con una voz como de adolescente mientras escupía migas de todo tipo, color y tamaño: “Santa Claus, ¿eres tú?” Se quedó mirando a aquel anciano, el anciano miraba con una expresión cada vez más seria a Bill mientras el silencio se hacía cada vez más prolongado e incómodo. “...No, ¿verdad?”, tuvo que corregir entonces Bill. Cayó entonces en que la figura que se había presentado de repente en su casa coincidía curiosamente con la de aquel personaje que tanto aparecía en sus viejos libros de religión de la EGB, ese omnipresente, omnisciente, omnipotente y presumiblemente omnívoro ente llamado Dios.

“Dios, ¿a santo de qué apareces en mi casa, de pronto, de golpe y porrazo, usando toda esta parafernalia divina?”, dijo Bill, aunque es difícil saber las palabras exactas, pues su voz era temblorosa y dubitativa, algo comprensible, desde luego, porque no a todos se nos presenta Dios, así, sin venir a cuento, mientras tratamos de ver monos luchando por nobles causas como son los territorios llenos de estiércol. Fue entonces cuando este personaje barbudo y bonachón y ante todo, divino, se acercó al bueno de Bill para decirle:

“Eustaquio”, he aquí su verdadero nombre, por fin, aquel con el que lo bautizaron y no con el que se hace llamar, “vengo para encomendarte una misión divina en mi nombre. Te ordeno que salgas a la calle y empieces a hablar a la gente de tu encuentro con mi divina persona, y les dirás que si la humanidad no recupera su fe y abandona sus violentas formas desataré mi ira y volveré a ser aquel Dios vengativo que en otros tiempos causó catástrofes y epidemias con el fin de que vosotros, mi creación más perfecta, se comporte como Yo mando, caramba. ¿Has entendido bien?”

Bill miró a aquel Dios que tan claramente hablaba de mandar a tomar por saco a todos si la cosa no se arreglaba de una puñetera vez y se dijo para sí: “Madre mía, que papelón”. Antes de que pudiera responder, sin embargo, la luz se apagó, los acordes dejaron de sonar y el viento de soplar, haciendo desaparecer también a Dios. Como vino, se fue. Bill se quedó con una cara de memo mirando al infinito, pues no podía creerse lo que acababa de suceder en la salita de su propia casa. Una aparición, nada menos, y divina. Y él que no sabía si salir a la calle a gritar como un poseso o llamar al programa de Iker Jiménez para por lo menos salir por la caja tonta y saludar a su madre.

Se hizo el silencio, aunque todavía sonaba de fondo los gruñidos de unos monos atizándose unos a otros. Bill, tras limpiarse las babas con su muñeca desnuda, se dio la vuelta y contempló a los simios que seguían pegándose y mordiéndose. Se acercó al sofá, se sentó en él, agarró el mando a distancia con su mano izquierda, su paquete con la derecha y mientras se quedaba impávido mirando aquella escena dijo en voz alta, como si alguien pudiera escucharla: “Mañana me pongo con eso”.


Moraleja (que alguna hemos de encontrar): Estamos jodidos, amigos. Si no se lo creen, lean un periódico y me cuentan.

Temazos de hoy y de siempre

Antonio Machín: El huerfanito
Antonio Machín. Como su propio nombre indica, un máquina.
Si os soy sincero, no tengo ni idea de si esta canción es alegre o triste, pero desde luego de lo que no hay duda es de que es pegadiza. El nuevo temazo ofrecido por HACW. Pronto tendremos que hacer un recopilatorio. ¡Que lo disfrute, señora!

Grandes epístolas


Estimado señor López


Le escribo esta carta por evitar el hecho de pedirle a usted y a su establecimiento una hoja de reclamaciones oficial, así que espero que su primera reacción al leer esta misiva sea la de soltar un suspiro tranquilizador y prepararse para una retahíla de improperios de un cliente manifiestamente enojado.

Dicho esto, comienzo con la enumeración de los motivos por los que me dirijo a usted, mofeta nauseabunda, con este tono exasperado y poco disimulado. Mi vida, como comprenderá, no es del todo agradable, pero eso no le importa a usted, estúpido coprófago. Bueno, de hecho le importa simplemente porque, al querer deshacerme yo de mi vida como Dios manda, acudí a su “Centro de Suicidios Asistidos la Nutra Feliz” a tal efecto. Según decía el folleto, la Nutra Feliz era el mejor centro del estado para poder yo dejar este más acá y poder partir hacia un más allá estupendo de la manera más cómoda y económica, y así poder disfrutar de los mejores desayunos con queso fresco entre las nubes rodeado de angelitos macizos. Pero, hete aquí que, al toparme con su hediondo centro, rata de cloaca, mula inmunda, tragaldabas chupatintas... perdón... por dónde iba (me entretengo demasiado insultándole, usted comprenderá... bobo)... Ah sí... el caso es que al toparme con su centro, no sólo no me aseguraron una muerte dulce y placentera, sino que sus exuberantes enfermeras me agarraron por banda y no dejaron de realizarme masajes y terapias con chocolate y aguas termales. No dedicaron ni un sólo día de la semana que estuve en la Nutra Feliz a asesinarme o drogarme para despertar en el paraíso. No señor.

Y después de esa semana llena de pompas de jabón y masajes en la rabadilla, partí a mi casa con mi mujer y mi suegra y mi trabajo estresante tan vivo como cuando entré a su centro, hamster comepipas. Sigo vivo, asqueroso timador, y quiero recuperar mi dinero en un plazo razonable de tiempo, ya que pronto tendré que arrojarme por una ventana dada su incompetencia.

Espero su pronta respuesta. Un cordial saludo, capullo.

Pedro Sáinz de Barandilla


Señor Sáinz de Barandilla

Ante todo, debo darle la enhorabuena por la originalidad de sus insultos. Es la primera vez que leo a nadie catalogarme de “hamster comepipas”. Es algo que debo apuntar para futuros enfrentamientos verbales.

Le contesto a su carta por puro aburrimiento, si le soy sincero. Esta semana he podido disfrutar de unas placenteras vacaciones y eso me ha hecho reflexionar y hacer que me tome las cosas con un poco más de calma. Por eso, le digo, he accedido a escribirle de vuelta aclarándole un par de conceptos que quizás usted no tenga en su cabeza demasiado asentados.

El centro que con tanto cariño regento, la Nutra Feliz, es un centro donde nuestros clientes acuden para relajarse. La idea de asesinar a alguien me parece de lo más ridícula y, como comprenderá, nosotros no nos dedicamos a tales asuntos. En la Nutra Feliz atendemos a personas ancianas, aunque cuando se nos presenta un hombre de mediana edad, como es su caso, disfrazado con un bigote falso y polvo de talco en el pelo, hacemos alguna excepción simplemente por divertirnos. A usted, señor Sáinz (no nos olvidamos de su paso por la Nutra Feliz), se le recuerda perfectamente. Es el único cliente que lamía a otros cuando se les aplicaban los baños de chocolate (incluso me parece recordar que lamió por error algo de barro confundiéndolo con chocolate con almendras). Tampoco nos olvidamos de cómo metía mano a las enfermeras o simulaba estar en un jacuzzi gracias a sus ventosidades.

Y pensábamos que al irse de nuestro centro después de diez días (sólo pagó usted siete) de puro estrés, se acabarían nuestros problemas con su persona, pero evidentemente nos equivocábamos. Ahora pretende que le devolvamos el dinero que gastó en la Nutra Feliz simplemente porque pensaba usted que uno va allí para suicidarse. Bravo. No se me ocurriría mejor manera de exigir una devolución. Es usted un genio.

Pero recuerde: como insista en recuperar el dinero o nos moleste a mí o a mis empleados de cualquier otra manera, dé por hecho que no nos temblará el pulso al denunciarle o, si la cosa se va de madre, presentarle a mi sobrino Félix, púgil profesional.

Le despido deseando que lo que comentaba de la ventana sea cierto y pronto. Un saludo.


Pedro López
Director del Centro de Relax la Nutra Feliz.

Felices fiestas y...


... que todos vuestros deseos no sean muy chungos, questamos de crisis, cáspita.