Metamorfosis



La verdad es que le costó bastante a Bob darse cuenta de que poco a poco se estaba metamorfoseando en una patata. Al principio no sospechó nada, como es natural, pero al tiempo se preocupó por los cambios físicos y psicológicos que había estado sufriendo durante semanas, quién sabe si incluso meses. Aunque progresivamente Bob se estaba volviendo cada vez más sordo, ciego e insulso (aunque lleno de nutrientes), el primer síntoma que tomó como relevante, el que le hizo buscar a un especialista en el asunto si es que de esto existe en este mundo, fue el hecho de sentir compasión por todo el género tubérculo, evitando comer nada que pudiera tener como ingrediente principal, secundario o incluso como guarnición, patatas fritas, asadas, horneadas o crudas. Bob no se explicaba la lástima que le empezó a producir, de la noche a la mañana, ver sufrir a pobres papas que nada habían hecho en esta vida más que crecer bajo la tierra para ser poco después expulsadas de la misma de manera vil y déspota y ser después ejecutadas, masticadas, ensalivadas y digeridas sin piedad. Fue por ello que, en un brote de estúpida dignidad (y tras pensarlo seis intensos minutos mientras leía un tebeo sentado en el retrete), fundó la Asociación por el Trato Justo a la Patata, al que se adhirieron no más de tres personas: Álvaro Corcel y Concha Deasco, una pareja de octogenarios hippies que cada año se obsesionaban con un alimento y se negaban a comerlo (en su lista se contaban ya las gambas, las nubes de goma, las uñas de los pies y los flashes de lima-limón); y Pedro Franco, pirómano a domicilio y niño traumatizado tras perder en un despiste a los ocho años su primer muñeco Señor Potato en el autobús del colegio (recordaba en las reuniones de la asociación, con lágrimas en los ojos, cómo parecía que Potato quería despedirse de él tras el cristal del vehículo escolar, como queriendo decir “¿qué me has hecho, maldito vertebrado?”). Juntos, los cuatro miembros de la ATJP encabezaban manifestaciones frente a grandes superficies, mercados de abastos y restaurantes de todo tipo, empuñando carteles con mensajes tales como “Ella no lo haría” o “La patata siente, no mastiques demasiado fuerte”.

Lamentablemente, el grupo de la ATJP no conseguía más que críticas hirientes y risas burlonas con sus actos, por lo que Bob se vio obligado a dar marcha atrás en sus reivindicaciones, más teniendo en cuenta que ya había sorprendido a Concha Deasco comiendo unas patatas deluxe al salir de un restaurante McDonalds (“¿Este año no tocaban las pipas peladas?” fue lo único que pudo responder ella ante semejante ultraje). Días después de cerrar el grupo y sin tiempo apenas de poder reaccionar ante lo inútil de sus reivindicaciones, Bob se levantó una mañana de martes y se descubrió, al mirarse en el espejo, completamente calvo y con la piel dura y áspera cual solanum tuberosum cualquiera, lo que hizo definitivamente preocuparse por su posible mutación sin sentido. Tras ir al hospital acompañado por Pedro Franco (el único miembro del ATJP que aún creía en su causa) y ser objeto de innumerables pruebas de todo tipo, los doctores se reunieron en torno a Bob para decirle que, efectivamente, su cuerpo estaba convirtiéndose en el de una patata, un proceso que juzgaban del todo irreversible. Bob no podía creérselo, y exigía una explicación algo más concreta, hasta que el dermatólogo Joaquín Trippi insistió en morderle en el hombro una y otra vez, por lo que tuvo que escapar del hospital ataviado sólo con la bata de enfermo y no sin antes observar cómo Pedro Franco prendía fuego a toda la primera planta del inmueble.

Bob pasó dos días con sus dos noches andando desesperado por la ciudad, perdido porque ya poco podía ver ni sentir, y de hecho su desesperación duró tan sólo esos dos días, pues al tercero se había vuelto totalmente insensible. A su lado, Pedro Franco no podía comprender que todo le produjera aquella indiferencia tan rotunda, y acompañó en su vida vagabunda a Bob para ser él sus ojos y su voz, tratando de convertir a su amigo tubérculo en el nuevo mesías, abogado de los débiles y amigo de los devorados. Pedro inventó historias sobre su amigo Bob, creó parábolas para que todos se contagiaran de su sensibilidad hacia las papas y anduvo de barrio en barrio difundiendo el mensaje de que nadie debería comer nunca patatas, porque cualquiera de ellas podía haber sido antes un ser humano, con sentimientos, como su amigo Bob, que decrecía por momentos y se volvía redondeado y duro. Pasados tres meses, la gente de aquel lugar ya conocía a Pedro Franco como “el loco que va con una patata en la mano diciendo gilitontunas”, y se reían de él y sus ocurrencias mascando patatas fritas y dejando saltar miguitas con sus carcajadas. Pedro, que al principio se mostraba indignado e insistente ante tales actos (no así con los que mascaban Pringles, pues todo el mundo sabe que eso de patata poco tiene), tuvo que abandonar su peregrinaje finalmente al pudrirse y llenarse de moho su amigo Bob, así que lo tiró a un contenedor cercano y volvió a su antigua vida de pirómano a domicilio, no sin seguir recordando siempre a las dos patatas que marcaron su vida y que perdió tristemente. Fue entonces cuando aprendió una gran lección que repetiría ya siempre: “todo en esta vida acaba, amigo, así que échale más sal a esas malditas patatas fritas, caray”.