La panda del gallato




Sonaban los acordes de la canción “El manisero”, de Machín. Creo que tuve que retener en ese momento una lágrima suicida dispuesta a saltar al vacío desde mi ojo derecho. O el izquierdo, ya no recuerdo. La melodiosa voz del cubano me retrotrajo a un tiempo en que podía disfrutar de la vida, ser yo mismo al ritmo de aquel negro de sonrisa medio lela. Pero en este momento no podía más que ceñirme a mi trabajo. Había entrenado mucho para lograr estar donde estaba, y por momentos me sentía realmente abrumado por la fortuna que había tenido al estar en un puesto tan privilegiado como el mío. Ser vigilante de San Vito, la mayor discoteca para mayores de setenta años, no era lo que siempre había soñado, pero al menos era mejor esto que seguir siendo modelo para anuncios de teletienda, estirando muelles con sonrisa simiesca.

Mi trabajo era duro, y cada noche (tarde-noche) debía lidiar con infinidad de problemas de distinta índole. Aquel día llevaba tres horas vigilando a la clientela, y ya había tenido que buscar cinco prótesis dentales (que repartí al azar a los interesados, generando una divertida exhibición de grotescas sonrisas), tranquilizar a dos ancianos dispuestos a matarse a bastonazos por afirmar ambos ser la misma persona y separar alguna que otra pareja de baile que se apretaba demasiado (sin quererlo, evidentemente). Pero nada superó a lo que pasó al sonar la canción de “El manisero”.

Estaba tratando de olvidar los recuerdos evocados por las maracas de Machín cuando se me aproximó Juan Luis, uno de los clientes habituales de San Vito, con una expresión en el rostro algo extraña, como compungido por dios sabrá qué achaque o apurado por una relajación de esfínter no prevista. Pero su problema no tenía que ver, como era costumbre, con la recolocación de su cadera o el empeño de ser uno de los pilares del local su señora esposa. No, cuando me contó aquello no podía yo creer que fuera cierto. Según sus palabras, había vuelto a ocurrir aquello que todos los trabajadores y clientes honrados de nuestro amada disco temíamos volviera a acaecer. Una de las pocas razones por las que uno podría replantearse el continuar siendo vigilante acababa de llegar, de nuevo: La panda del gallato.

Juan Luis me llevó a la otra punta de la discoteca, tirando de mi brazo, a una velocidad inusitada en una persona de noventa y tres años. Cuando llegamos a la zona VIP (la zona para Vetustas e Incontinentes Personas) pude corroborar la amenaza manifestada por el anciano bailarín. Allí estaba Fred Ericko y su panda del gallato, una vez más, tentando a la suerte con sus cazadoras de cuero, sus gafas de sol y unas pelucas con tupés falsos donde uno podría verse reflejado en el brillo de la gomina. Todos los ancianos maleantes habían vuelto tras ser expulsados hace un par de meses por causar varios destrozos e intimidar a una camarera con el andador de uno de ellos. No podía creerlo, habían vuelto, en clara señal de venganza por la forma en que les eché. Pero si pude una vez, pensé entonces, podré esta otra.
Así que me remangué la camisa estampada de vivos colores para acercarme a su indiscutible y prácticamente inmortal líder, Fred Ericko, vándalo de ciento veintitrés años, que me miraba a través de sus gafas de sol, esbozando una pérfida sonrisa sin apenas dientes, mientras con su mano diestra movía una muleta, robada previamente a una pobre anciana que se movía en círculos tres metros más allá.

-Qué es lo que quiere, Fred- Espeté con autoridad
-¿Mande?-Respondió él girando la cabeza, como esforzándose por escuchar mi voz por encima de la de Machín, que seguía con sus gritos sobre el maní.
-¡Que qué es lo que quiere, Fred! ¡¿Me oye?!
-¡La salida!- Gritó dejando bailar su dentadura, que parecía se negaba a proseguir más tiempo dentro de su boca.

No entendía nada. ¿Qué quería decir exactamente con “la salida”? ¿Querría decir que pretendía que nos viéramos fuera para arreglar cuentas como auténticos hombres, desde que hace dos meses les echara del local por su barullo? ¿O trataba de dialogar conmigo para alcanzar un acuerdo y así poder seguir viniendo a San Vito y apretarse arrítmicamente con las señoras del lugar? Fue entonces cuando se me acercó de nuevo Juan Luis para aclararme el por qué de todo este desbarajuste. Por lo que se ve, él trató de ir al lavabo por decimotercera vez esa noche (la próstata, ya se sabe) cuando, al abrir una de las letrinas, se encontró a Fred dentro tratando de buscar la salida. Al parecer, aquella vez que le eché del local confundió la puerta de entrada con la del servicio de caballeros y acabó encerrado sólo él y dios saben de qué manera en aquel lugar. “Así que realmente no están armando follón”, concluí finalmente, “sino que todavía les está afectando la botella y media de anís El Mono que tomaron al venir la otra vez”. La vergüenza que me produjo semejante desatino hizo que cambiara mi imperativo de tono de voz por uno mucho más conciliador, agarrando del brazo al señor Ericko y acompañándolo a la calle en busca de un taxi que llevarle a casa mientras él seguía mirando por todas partes tratando de comprender dónde se encontraba. Al salir y preguntarle yo la dirección donde vivía, se quitó Fred las gafas para mirarme a los ojos y decirme algo que me hizo rememorar aquel día y convencerme de que jamás debería abandonar el puesto que desde entonces tanto amo: “Yo no quiero irme a casa, joven, sólo un poco de maní”. Dicho esto, meneó las caderas con una sonrisa lasciva y se metió de nuevo en el San Vito para acosar a señoras mientras cata ingentes cantidades de anís.

Maldito desgraciado, ya se me había colado otra vez. A estas edades, cualquiera se fía de esta gente...