Regalo por la tardanza

¡A las buenas, gente!

Como hace la de Dios es Cristo que no publico nada, os intento recompesar con esta entrada tardía (algo inposible conociendo vuestra insaciable hambre de chorribobadas con las que os trato de nutrir en este amable y vomitivo blog). Como muchos de vosotros estaréis de exámenes o, aun peor, de vacaciones, os mando este video que hicimos el año pasado intentando, como viene siendo habitual en nosotros, olvidarnos de estas fechas tan memorables. La tensión de la zapatilla, cortometraje destinado a ser un hito en el mundo del cine... o más.

Lunes musicales (III)

Recuperamos nuestra estimada sección de los lunes musicales con este temazo de La Compañía sobre un soldadito que se va a la guerra y la muchacha que se quiere ir con él. Un canto al masoquismo y un videoclip derrochante de los mejores efectos especiales de la época (¡¡la gente aparece y desaparece por cosa de brujería!!). Aprendeos el baile que este verano la cancioncilla lo petará en los mejores guateques. Ahí os la dejo, muchachos. Y no os olvidéis de odiar los lunes, que para eso están.

Profeta


Bill miraba impávido la pantalla de la televisión contemplando a diez monos peleándose entre ellos por la conquista de un territorio lleno de excrementos y barro. Su cara reflejaba una mezcla de sentimientos, entre los que se contaban los de la repugnancia y la pura envidia. Mientras tanto, su mano derecha rascaba insaciablemente sus genitales por dentro del pantalón, haciendo sólo algún descanso del ejercicio de aliviar el picor usando esta misma mano para agarrar unos cacahuetes que se posaban en su pancha y redirigirlos hacia su boca, rodeada como estaba en ese momento de una barba adornada con infinidad de migas de todo tipo, color y tamaño. La otra mano, la siniestra (aunque este adjetivo podría usarse para todo su ser), agarraba el mando a distancia del emisor de rayos catódicos para que nadie, absolutamente nadie, pudiera arrebatarle el derecho de ver hasta el final la intensísima batalla simiesca que tan absorto y contemplativo le tenía. No recordaba Bill ya ni cuándo había parpadeado por última vez, y si se viera en el espejo (aunque para ello debería levantarse) podría observar el tono rojizo de sus ojos, dignos de un personaje maligno de película de serie B o algún chandalero en busca desesperada de su próxima dosis.

Ahí estaba Bill, aunque entendemos que este no sería su auténtico nombre, pues este recién treintañero era un español de pura cepa, hijo y nieto de toledanos, y raro es que alguien en Toledo, ciudad española como la que más, bautice a alguien con el anglófono nombre de Joe, Phill o, como es el caso que nos ocupa, el susodicho Bill. Por cierto que en este momento algún lector puede preguntarse de manera lógica qué pensarán los familiares de este lamentable personaje (que como decimos puede llamarse en realidad Francisco, José o inclusmo Timoteo) si lo vieran a sus treinta años tan desaliñado mirando fijamente a aquellos monos, vestido sólo de cintura para abajo, sin afeitar desde haría semanas y rodeado como estaba de inmundicia por todos lados... Si el lector se hiciera esta pregunta, decimos, nosotros hemos de responder con otra bien distinta: ¿Y qué coño importa?

El caso es que ahí estaba Bill, tirándose eructos entre latas de cerveza esparcidas por el suelo sin ningún orden ni concierto, en un piso oscuro y pequeño catalogable por algún experto e incluso algún aparejador como cueva inmunda. Ahí estaba él cuando, de pronto, un haz de luz iluminó toda la estancia mientras acordes de un órgano de iglesia sonaban a un alto volumen y una ráfaga violenta hacía volar pelusas, latas e incluso el cacahuete que en ese mismo momento se dirigía hacia una muerte segura en la sucia boca de Bill. “De la que me he librado”, habría pensado el fruto seco. Pero quien nos importa en este momento es Bill, que por primera vez en mucho tiempo se ha dignado a parpadear y dirigir la vista e incluso todo su cuerpo hacia donde nacía aquella luz. Allí estaba, podía distinguirlo bien, un anciano hombre vestido de blanco, con una larga y frondosa barba, una cara de no haber roto un plato en su vida y un ridículo triangulito sobrevolando su cabeza, como si se lo hubieran colocado intentando gastarle una broma sin apenas gracia. En seguida Bill, que no era tonto, cayó en quién era aquel personaje que de forma mágica había aparecido en su salita de estar.

Bill exclamó entonces con una voz como de adolescente mientras escupía migas de todo tipo, color y tamaño: “Santa Claus, ¿eres tú?” Se quedó mirando a aquel anciano, el anciano miraba con una expresión cada vez más seria a Bill mientras el silencio se hacía cada vez más prolongado e incómodo. “...No, ¿verdad?”, tuvo que corregir entonces Bill. Cayó entonces en que la figura que se había presentado de repente en su casa coincidía curiosamente con la de aquel personaje que tanto aparecía en sus viejos libros de religión de la EGB, ese omnipresente, omnisciente, omnipotente y presumiblemente omnívoro ente llamado Dios.

“Dios, ¿a santo de qué apareces en mi casa, de pronto, de golpe y porrazo, usando toda esta parafernalia divina?”, dijo Bill, aunque es difícil saber las palabras exactas, pues su voz era temblorosa y dubitativa, algo comprensible, desde luego, porque no a todos se nos presenta Dios, así, sin venir a cuento, mientras tratamos de ver monos luchando por nobles causas como son los territorios llenos de estiércol. Fue entonces cuando este personaje barbudo y bonachón y ante todo, divino, se acercó al bueno de Bill para decirle:

“Eustaquio”, he aquí su verdadero nombre, por fin, aquel con el que lo bautizaron y no con el que se hace llamar, “vengo para encomendarte una misión divina en mi nombre. Te ordeno que salgas a la calle y empieces a hablar a la gente de tu encuentro con mi divina persona, y les dirás que si la humanidad no recupera su fe y abandona sus violentas formas desataré mi ira y volveré a ser aquel Dios vengativo que en otros tiempos causó catástrofes y epidemias con el fin de que vosotros, mi creación más perfecta, se comporte como Yo mando, caramba. ¿Has entendido bien?”

Bill miró a aquel Dios que tan claramente hablaba de mandar a tomar por saco a todos si la cosa no se arreglaba de una puñetera vez y se dijo para sí: “Madre mía, que papelón”. Antes de que pudiera responder, sin embargo, la luz se apagó, los acordes dejaron de sonar y el viento de soplar, haciendo desaparecer también a Dios. Como vino, se fue. Bill se quedó con una cara de memo mirando al infinito, pues no podía creerse lo que acababa de suceder en la salita de su propia casa. Una aparición, nada menos, y divina. Y él que no sabía si salir a la calle a gritar como un poseso o llamar al programa de Iker Jiménez para por lo menos salir por la caja tonta y saludar a su madre.

Se hizo el silencio, aunque todavía sonaba de fondo los gruñidos de unos monos atizándose unos a otros. Bill, tras limpiarse las babas con su muñeca desnuda, se dio la vuelta y contempló a los simios que seguían pegándose y mordiéndose. Se acercó al sofá, se sentó en él, agarró el mando a distancia con su mano izquierda, su paquete con la derecha y mientras se quedaba impávido mirando aquella escena dijo en voz alta, como si alguien pudiera escucharla: “Mañana me pongo con eso”.


Moraleja (que alguna hemos de encontrar): Estamos jodidos, amigos. Si no se lo creen, lean un periódico y me cuentan.

Temazos de hoy y de siempre

Antonio Machín: El huerfanito
Antonio Machín. Como su propio nombre indica, un máquina.
Si os soy sincero, no tengo ni idea de si esta canción es alegre o triste, pero desde luego de lo que no hay duda es de que es pegadiza. El nuevo temazo ofrecido por HACW. Pronto tendremos que hacer un recopilatorio. ¡Que lo disfrute, señora!

Grandes epístolas


Estimado señor López


Le escribo esta carta por evitar el hecho de pedirle a usted y a su establecimiento una hoja de reclamaciones oficial, así que espero que su primera reacción al leer esta misiva sea la de soltar un suspiro tranquilizador y prepararse para una retahíla de improperios de un cliente manifiestamente enojado.

Dicho esto, comienzo con la enumeración de los motivos por los que me dirijo a usted, mofeta nauseabunda, con este tono exasperado y poco disimulado. Mi vida, como comprenderá, no es del todo agradable, pero eso no le importa a usted, estúpido coprófago. Bueno, de hecho le importa simplemente porque, al querer deshacerme yo de mi vida como Dios manda, acudí a su “Centro de Suicidios Asistidos la Nutra Feliz” a tal efecto. Según decía el folleto, la Nutra Feliz era el mejor centro del estado para poder yo dejar este más acá y poder partir hacia un más allá estupendo de la manera más cómoda y económica, y así poder disfrutar de los mejores desayunos con queso fresco entre las nubes rodeado de angelitos macizos. Pero, hete aquí que, al toparme con su hediondo centro, rata de cloaca, mula inmunda, tragaldabas chupatintas... perdón... por dónde iba (me entretengo demasiado insultándole, usted comprenderá... bobo)... Ah sí... el caso es que al toparme con su centro, no sólo no me aseguraron una muerte dulce y placentera, sino que sus exuberantes enfermeras me agarraron por banda y no dejaron de realizarme masajes y terapias con chocolate y aguas termales. No dedicaron ni un sólo día de la semana que estuve en la Nutra Feliz a asesinarme o drogarme para despertar en el paraíso. No señor.

Y después de esa semana llena de pompas de jabón y masajes en la rabadilla, partí a mi casa con mi mujer y mi suegra y mi trabajo estresante tan vivo como cuando entré a su centro, hamster comepipas. Sigo vivo, asqueroso timador, y quiero recuperar mi dinero en un plazo razonable de tiempo, ya que pronto tendré que arrojarme por una ventana dada su incompetencia.

Espero su pronta respuesta. Un cordial saludo, capullo.

Pedro Sáinz de Barandilla


Señor Sáinz de Barandilla

Ante todo, debo darle la enhorabuena por la originalidad de sus insultos. Es la primera vez que leo a nadie catalogarme de “hamster comepipas”. Es algo que debo apuntar para futuros enfrentamientos verbales.

Le contesto a su carta por puro aburrimiento, si le soy sincero. Esta semana he podido disfrutar de unas placenteras vacaciones y eso me ha hecho reflexionar y hacer que me tome las cosas con un poco más de calma. Por eso, le digo, he accedido a escribirle de vuelta aclarándole un par de conceptos que quizás usted no tenga en su cabeza demasiado asentados.

El centro que con tanto cariño regento, la Nutra Feliz, es un centro donde nuestros clientes acuden para relajarse. La idea de asesinar a alguien me parece de lo más ridícula y, como comprenderá, nosotros no nos dedicamos a tales asuntos. En la Nutra Feliz atendemos a personas ancianas, aunque cuando se nos presenta un hombre de mediana edad, como es su caso, disfrazado con un bigote falso y polvo de talco en el pelo, hacemos alguna excepción simplemente por divertirnos. A usted, señor Sáinz (no nos olvidamos de su paso por la Nutra Feliz), se le recuerda perfectamente. Es el único cliente que lamía a otros cuando se les aplicaban los baños de chocolate (incluso me parece recordar que lamió por error algo de barro confundiéndolo con chocolate con almendras). Tampoco nos olvidamos de cómo metía mano a las enfermeras o simulaba estar en un jacuzzi gracias a sus ventosidades.

Y pensábamos que al irse de nuestro centro después de diez días (sólo pagó usted siete) de puro estrés, se acabarían nuestros problemas con su persona, pero evidentemente nos equivocábamos. Ahora pretende que le devolvamos el dinero que gastó en la Nutra Feliz simplemente porque pensaba usted que uno va allí para suicidarse. Bravo. No se me ocurriría mejor manera de exigir una devolución. Es usted un genio.

Pero recuerde: como insista en recuperar el dinero o nos moleste a mí o a mis empleados de cualquier otra manera, dé por hecho que no nos temblará el pulso al denunciarle o, si la cosa se va de madre, presentarle a mi sobrino Félix, púgil profesional.

Le despido deseando que lo que comentaba de la ventana sea cierto y pronto. Un saludo.


Pedro López
Director del Centro de Relax la Nutra Feliz.

Felices fiestas y...


... que todos vuestros deseos no sean muy chungos, questamos de crisis, cáspita.