Aunque he de reconocer que la música de Pearl Jam me gusta desde que era adolescente y que seguramente sean todos sus miembros tan bellas personas como les permitan la fama y las sustancias cuyo consumo se les presupone por su condición de estrellas del rock, no es menos cierto que ellos son también en parte responsables de mis recientes y fatídicas desventuras físicas y sentimentales. Vamos, que les he cogido manía.


Era su canción “faithful”, de su gran disco Yield, la que sonaba en mis auriculares cuando salí de casa embutido en la horrenda indumentaria de quien trata de salir a correr o, mejor dicho, sacar a pasear su oronda masa corporal, como era mi caso: Camiseta de tirantes amarilla, pantalones cortos comprados en tiempos pretéritos y hasta una cinta para la cabeza como las que todavía luce algún tenista de talla mundial en las grandes competiciones sin que por ello se le tome por un fantoche, como sí me tomó mi portera al lanzarme una mirada que precedió a una profunda e hiriente carcajada que no trató de disimular cuando salí del portal. El final del verano, con el descenso de las temperaturas que trae consigo año a año, me había motivado para hacer algo de ejercicio aeróbico después de tener que ocultar patéticamente mis circunferencias durante los meses de julio y agosto a los ojos y narices de la civilización humana. Quién sabe, quizás si repetía este extenuante paseo a diario durante todo un año, para la próxima operación bikini ya podría lucir mis futuribles abdominales y mi presupuesto porte hercúleo, ser otra persona, en definitiva, y mirar por encima de mi ancho hombro a mi enclenque portera.


Pero ya se sabe que cuando uno hace muchas cábalas y sueña demasiado estando despierto, algo ocurre que le hace despertar de su ensoñación y devolverle al mundo cruel que le ha tocado vivir. Cuatro minutos y dieciocho segundos, los cuatro minutos y dieciocho segundos que dura “faitful”, bastaron para que ocurriera lo que ahora trato de narrar a duras penas y que me reinstaló en este cosmos carente de sentido del que les hablo, no sin antes hacerme evadirme de él momentáneamente como quien se prepara para dar un buen trastazo contra el suelo. Y es que, cuando en mis oídos gritaba furioso aquello de “and echoes nobody hears, it goes, it goes, it goes” Edward Louis Severson III, también conocido como Eddie Vender, también conocido como el cantante de los Mermelada de Perla, pasé fugazmente (todo lo fugaz que un cuerpo como el mío puede hacerlo mientras trata de esconder una ridícula cintita de algodón en el bolsillo) al lado de una figura que me fascinó en pocas milésimas de segundo. En el tercer “it goes”, de hecho, aquella imagen ya me tenía prendado y contemplativo como un perro puede estarlo frente a una chuleta de cerdo a la brasa. Esa figura, ya lo habrán adivinado, respondía al perfectamente cincelado cuerpo de una mujer que, de espaldas a mí, parecía escribir algo en una libreta, o mandar un mensaje por el teléfono móvil o contarse los botones de la camisa. No sé. Lo que hiciera o dejara de hacer era algo que no podía adivinar debido a que me daba la espalda, pero supuse en ese momento que aquella silueta, rodeada por los haces de luz del ocaso madrileño, podría ser la de una de las mujeres más bellas que había conocido nunca. Y eso que sólo le había visto el culo.


Pero me faltaba saber cómo era su cara. La mayoría de los hombres que se precien de serlo no pueden nunca dejar a su imaginación, generalmente escasa y muchas veces nula, los rasgos faciales de quien, todo apunta, puede ser una preciosidad de persona, y todos, absolutamente todos, tratan de retorcerse lo más que pueden con tal de poder satisfacer esta curiosidad tan primaria (qué decepción cuando, al dar la vuelta un cuerpo perfecto, te observa un sapo, una salamandra o cualquier otro anfibio, eliminando todo atisbo de libido en el organismo). Y yo no era menos. “We're faithful, we all believe, we all believe it”, me decía Eddie cuando giré mi cuello para poder ver la aleta izquierda de su nariz, el nacimiento de su ceja, la comisura de sus labios. Y fue entonces cuando, repentinamente y sin previo aviso, un coche chocó contra mí o, lo que es lo mismo, me atropelló a causa de que también se había percatado de la presencia de ese monumental cuerpo el despistado conductor que había dentro, catalogable asimismo como un miserable hijo de puta, según sea la relación del que hable con la víctima del suceso que, en este caso, soy yo. Ya podía estar buena la muchacha.

Reseñas Literarias (I)





s vano negar que la historia de la literatura, de manos de aquellos que pretendemos estudiarla, es a veces cruel y casi siempre injusta con según qué figuras participantes (que no protagonistas) de la misma. Así, observamos que se dedican innumerables artículos a autores de poca talla o de desproporcionado renombre con el único fin de lustrar con ahínco posaderas ajenas mientras se ignoran otros que, aun siendo grandes creadores o al menos curiosos esperpentos dignos de mención, se han de conformar con pequeñas loas de estudiantes de medio pelo como el que suscribe estas líneas. Julián Santomayor de los Peñascos Trobados, novelista castellano, ensayista, dramaturgo y esquizofrénico paranoide es, sin duda, uno de estos últimos, y con estas líneas se pretende hacer pública su gran e ignota figura.

Es posible que, al leer usted, querido lector, el primer párrafo de este breve estudio sobre Julián Santomayor de los Peñascos Trobados, se pregunte por qué o a santo de qué o por qué narices es este un autor tan singular, tan mayúsculo, si no lo conoce ni su puñetera y señora madre. Esta expresión, por cierto, no dejaría de tener gracia si se conociera la biografía de Julián Santomayor, que efectivamente permaneció durante muchos años ignorado por su propia progenitora. Pero antes de hablar de la vida de este curioso escritor, considero que merece la pena empezar con un escueto listado de sus obras más representativas.

Narrativa:
La breve historia de Don Tijote de la Pancha (1983): Aunque muchos de los que se atrevieron a hojearla descubrieron sospechosos paralelismos con la mayor de las obras de Cervantes, lo cierto es que no hay copia alguna del Quijote, sino recortes de páginas al azar de la misma (intercaladas con menús de restaurantes chinos a domicilio).
Tres años en coma de un tipo cualquiera (1990): Cuadernillo en formato Din A5 cuadriculado completamente en blanco. Muestra el germen de un artista conceptual en ciernes.

La autobiográfica Cómo superé mi adicción a las drogas (1993): Una gran obra de tres tomos en cuyas páginas se repite siempre la misma frase: “No lo hice, no lo hice”. Con un sorprendente final (SPOILER) “¡Lo he conseguido otra vez, malditos plutonianos!”.

Lírica:
Aunque nunca editara ningún poemario, sí escribió Julián Santomayor poemas sueltos para infinidad de publicaciones especializadas, como Qué Leer (escribió en una esquina de uno de sus ejemplares), el buzón de quejas y sugerencias de Supersol o la revista “Tiza y Borrador” para estudiantes de primaria, con la que consiguió el premio al mejor poema en la categoría “Aprendemos a escribir rimando” con su maravilloso El alcohol hace estragos en mi hígado y si no gano este concurso soy capaz de cualquier cosa, de verso libre. Trascribimos este majestuoso gesto de ingenio y creatividad para deleite y goce de las mentes menos abstrusas.

El alcohol hace estragos en mi hígado
me duele de beber, mierda de vida,
aunque nadie me separa de mi brick de vino
quien lo haga se las verá conmigo
se las verá
lo prometo
como aquella vez en la que arranqué de un bocado la nariz a Lucas
maldito Lucas, cómo lo odio.
Aunque le eche tanto de menos ahora que está muerto.
Si no gano este concurso soy capaz de cualquier cosa, hijos de puta.

Como se puede suponer, aquí presentamos una transcripción del poema adaptándolo al castellano más común, ya que su escritura es tan personal e inconfundible que muchos la considerarían plagada de faltas de ortografía, cuando en verdad tan sólo hace suya la mayor de las economías del lenguaje posibles, usando la “k”, por ejemplo, como única consonante linguovelar oclusiva, o juntando varias palabras en una sola. Así, Lucas sería Lukas y mierda de vida sería literalmente mierdavida, aunque en otra copia del poema en cuestión haya aparecido como mierdavidapordiosbendito. Además, su superioridad intelectual hace que se ría de las normas de escritura, que considera innecesarias, banales y faltas de todo sentido (dicho con sus propias palabras: “Son una mierdaca así de grande”), permitiéndole la liberación de estas normas crear mundos mucho más ricos y a menudo incomprendidos por el público lector, ávido de “pútridos best sellers y clásicos caducos”.

La panda del gallato




Sonaban los acordes de la canción “El manisero”, de Machín. Creo que tuve que retener en ese momento una lágrima suicida dispuesta a saltar al vacío desde mi ojo derecho. O el izquierdo, ya no recuerdo. La melodiosa voz del cubano me retrotrajo a un tiempo en que podía disfrutar de la vida, ser yo mismo al ritmo de aquel negro de sonrisa medio lela. Pero en este momento no podía más que ceñirme a mi trabajo. Había entrenado mucho para lograr estar donde estaba, y por momentos me sentía realmente abrumado por la fortuna que había tenido al estar en un puesto tan privilegiado como el mío. Ser vigilante de San Vito, la mayor discoteca para mayores de setenta años, no era lo que siempre había soñado, pero al menos era mejor esto que seguir siendo modelo para anuncios de teletienda, estirando muelles con sonrisa simiesca.

Mi trabajo era duro, y cada noche (tarde-noche) debía lidiar con infinidad de problemas de distinta índole. Aquel día llevaba tres horas vigilando a la clientela, y ya había tenido que buscar cinco prótesis dentales (que repartí al azar a los interesados, generando una divertida exhibición de grotescas sonrisas), tranquilizar a dos ancianos dispuestos a matarse a bastonazos por afirmar ambos ser la misma persona y separar alguna que otra pareja de baile que se apretaba demasiado (sin quererlo, evidentemente). Pero nada superó a lo que pasó al sonar la canción de “El manisero”.

Estaba tratando de olvidar los recuerdos evocados por las maracas de Machín cuando se me aproximó Juan Luis, uno de los clientes habituales de San Vito, con una expresión en el rostro algo extraña, como compungido por dios sabrá qué achaque o apurado por una relajación de esfínter no prevista. Pero su problema no tenía que ver, como era costumbre, con la recolocación de su cadera o el empeño de ser uno de los pilares del local su señora esposa. No, cuando me contó aquello no podía yo creer que fuera cierto. Según sus palabras, había vuelto a ocurrir aquello que todos los trabajadores y clientes honrados de nuestro amada disco temíamos volviera a acaecer. Una de las pocas razones por las que uno podría replantearse el continuar siendo vigilante acababa de llegar, de nuevo: La panda del gallato.

Juan Luis me llevó a la otra punta de la discoteca, tirando de mi brazo, a una velocidad inusitada en una persona de noventa y tres años. Cuando llegamos a la zona VIP (la zona para Vetustas e Incontinentes Personas) pude corroborar la amenaza manifestada por el anciano bailarín. Allí estaba Fred Ericko y su panda del gallato, una vez más, tentando a la suerte con sus cazadoras de cuero, sus gafas de sol y unas pelucas con tupés falsos donde uno podría verse reflejado en el brillo de la gomina. Todos los ancianos maleantes habían vuelto tras ser expulsados hace un par de meses por causar varios destrozos e intimidar a una camarera con el andador de uno de ellos. No podía creerlo, habían vuelto, en clara señal de venganza por la forma en que les eché. Pero si pude una vez, pensé entonces, podré esta otra.
Así que me remangué la camisa estampada de vivos colores para acercarme a su indiscutible y prácticamente inmortal líder, Fred Ericko, vándalo de ciento veintitrés años, que me miraba a través de sus gafas de sol, esbozando una pérfida sonrisa sin apenas dientes, mientras con su mano diestra movía una muleta, robada previamente a una pobre anciana que se movía en círculos tres metros más allá.

-Qué es lo que quiere, Fred- Espeté con autoridad
-¿Mande?-Respondió él girando la cabeza, como esforzándose por escuchar mi voz por encima de la de Machín, que seguía con sus gritos sobre el maní.
-¡Que qué es lo que quiere, Fred! ¡¿Me oye?!
-¡La salida!- Gritó dejando bailar su dentadura, que parecía se negaba a proseguir más tiempo dentro de su boca.

No entendía nada. ¿Qué quería decir exactamente con “la salida”? ¿Querría decir que pretendía que nos viéramos fuera para arreglar cuentas como auténticos hombres, desde que hace dos meses les echara del local por su barullo? ¿O trataba de dialogar conmigo para alcanzar un acuerdo y así poder seguir viniendo a San Vito y apretarse arrítmicamente con las señoras del lugar? Fue entonces cuando se me acercó de nuevo Juan Luis para aclararme el por qué de todo este desbarajuste. Por lo que se ve, él trató de ir al lavabo por decimotercera vez esa noche (la próstata, ya se sabe) cuando, al abrir una de las letrinas, se encontró a Fred dentro tratando de buscar la salida. Al parecer, aquella vez que le eché del local confundió la puerta de entrada con la del servicio de caballeros y acabó encerrado sólo él y dios saben de qué manera en aquel lugar. “Así que realmente no están armando follón”, concluí finalmente, “sino que todavía les está afectando la botella y media de anís El Mono que tomaron al venir la otra vez”. La vergüenza que me produjo semejante desatino hizo que cambiara mi imperativo de tono de voz por uno mucho más conciliador, agarrando del brazo al señor Ericko y acompañándolo a la calle en busca de un taxi que llevarle a casa mientras él seguía mirando por todas partes tratando de comprender dónde se encontraba. Al salir y preguntarle yo la dirección donde vivía, se quitó Fred las gafas para mirarme a los ojos y decirme algo que me hizo rememorar aquel día y convencerme de que jamás debería abandonar el puesto que desde entonces tanto amo: “Yo no quiero irme a casa, joven, sólo un poco de maní”. Dicho esto, meneó las caderas con una sonrisa lasciva y se metió de nuevo en el San Vito para acosar a señoras mientras cata ingentes cantidades de anís.

Maldito desgraciado, ya se me había colado otra vez. A estas edades, cualquiera se fía de esta gente...

Metamorfosis



La verdad es que le costó bastante a Bob darse cuenta de que poco a poco se estaba metamorfoseando en una patata. Al principio no sospechó nada, como es natural, pero al tiempo se preocupó por los cambios físicos y psicológicos que había estado sufriendo durante semanas, quién sabe si incluso meses. Aunque progresivamente Bob se estaba volviendo cada vez más sordo, ciego e insulso (aunque lleno de nutrientes), el primer síntoma que tomó como relevante, el que le hizo buscar a un especialista en el asunto si es que de esto existe en este mundo, fue el hecho de sentir compasión por todo el género tubérculo, evitando comer nada que pudiera tener como ingrediente principal, secundario o incluso como guarnición, patatas fritas, asadas, horneadas o crudas. Bob no se explicaba la lástima que le empezó a producir, de la noche a la mañana, ver sufrir a pobres papas que nada habían hecho en esta vida más que crecer bajo la tierra para ser poco después expulsadas de la misma de manera vil y déspota y ser después ejecutadas, masticadas, ensalivadas y digeridas sin piedad. Fue por ello que, en un brote de estúpida dignidad (y tras pensarlo seis intensos minutos mientras leía un tebeo sentado en el retrete), fundó la Asociación por el Trato Justo a la Patata, al que se adhirieron no más de tres personas: Álvaro Corcel y Concha Deasco, una pareja de octogenarios hippies que cada año se obsesionaban con un alimento y se negaban a comerlo (en su lista se contaban ya las gambas, las nubes de goma, las uñas de los pies y los flashes de lima-limón); y Pedro Franco, pirómano a domicilio y niño traumatizado tras perder en un despiste a los ocho años su primer muñeco Señor Potato en el autobús del colegio (recordaba en las reuniones de la asociación, con lágrimas en los ojos, cómo parecía que Potato quería despedirse de él tras el cristal del vehículo escolar, como queriendo decir “¿qué me has hecho, maldito vertebrado?”). Juntos, los cuatro miembros de la ATJP encabezaban manifestaciones frente a grandes superficies, mercados de abastos y restaurantes de todo tipo, empuñando carteles con mensajes tales como “Ella no lo haría” o “La patata siente, no mastiques demasiado fuerte”.

Lamentablemente, el grupo de la ATJP no conseguía más que críticas hirientes y risas burlonas con sus actos, por lo que Bob se vio obligado a dar marcha atrás en sus reivindicaciones, más teniendo en cuenta que ya había sorprendido a Concha Deasco comiendo unas patatas deluxe al salir de un restaurante McDonalds (“¿Este año no tocaban las pipas peladas?” fue lo único que pudo responder ella ante semejante ultraje). Días después de cerrar el grupo y sin tiempo apenas de poder reaccionar ante lo inútil de sus reivindicaciones, Bob se levantó una mañana de martes y se descubrió, al mirarse en el espejo, completamente calvo y con la piel dura y áspera cual solanum tuberosum cualquiera, lo que hizo definitivamente preocuparse por su posible mutación sin sentido. Tras ir al hospital acompañado por Pedro Franco (el único miembro del ATJP que aún creía en su causa) y ser objeto de innumerables pruebas de todo tipo, los doctores se reunieron en torno a Bob para decirle que, efectivamente, su cuerpo estaba convirtiéndose en el de una patata, un proceso que juzgaban del todo irreversible. Bob no podía creérselo, y exigía una explicación algo más concreta, hasta que el dermatólogo Joaquín Trippi insistió en morderle en el hombro una y otra vez, por lo que tuvo que escapar del hospital ataviado sólo con la bata de enfermo y no sin antes observar cómo Pedro Franco prendía fuego a toda la primera planta del inmueble.

Bob pasó dos días con sus dos noches andando desesperado por la ciudad, perdido porque ya poco podía ver ni sentir, y de hecho su desesperación duró tan sólo esos dos días, pues al tercero se había vuelto totalmente insensible. A su lado, Pedro Franco no podía comprender que todo le produjera aquella indiferencia tan rotunda, y acompañó en su vida vagabunda a Bob para ser él sus ojos y su voz, tratando de convertir a su amigo tubérculo en el nuevo mesías, abogado de los débiles y amigo de los devorados. Pedro inventó historias sobre su amigo Bob, creó parábolas para que todos se contagiaran de su sensibilidad hacia las papas y anduvo de barrio en barrio difundiendo el mensaje de que nadie debería comer nunca patatas, porque cualquiera de ellas podía haber sido antes un ser humano, con sentimientos, como su amigo Bob, que decrecía por momentos y se volvía redondeado y duro. Pasados tres meses, la gente de aquel lugar ya conocía a Pedro Franco como “el loco que va con una patata en la mano diciendo gilitontunas”, y se reían de él y sus ocurrencias mascando patatas fritas y dejando saltar miguitas con sus carcajadas. Pedro, que al principio se mostraba indignado e insistente ante tales actos (no así con los que mascaban Pringles, pues todo el mundo sabe que eso de patata poco tiene), tuvo que abandonar su peregrinaje finalmente al pudrirse y llenarse de moho su amigo Bob, así que lo tiró a un contenedor cercano y volvió a su antigua vida de pirómano a domicilio, no sin seguir recordando siempre a las dos patatas que marcaron su vida y que perdió tristemente. Fue entonces cuando aprendió una gran lección que repetiría ya siempre: “todo en esta vida acaba, amigo, así que échale más sal a esas malditas patatas fritas, caray”.

¿Quiénes somos, de dónde venimos y adónde vas?

Ernesto Sánchez ha sido siempre un tipo interesado en buscar la verdad. Su curiosidad intrínseca ha hecho que desde niño se adentrara en mundos inhóspitos con el único fin de poder hallar la razón última de los interrogantes que le atormentaban: “¿Quiénes somos?” “¿De dónde venimos?” “¿Qué hay más allá de la muerte?” o “¿Dé que está hecha realmente la carne que nos venden como “fiambre para shandwich” en los supermercados?”. Estas dudas, como puede uno imaginarse, hicieron ya que desde pronta edad Ernesto fuera una persona triste y abandonada a su suerte en un mundo incomprendido y repleto de dudas aparentemente sin respuesta.


La familia Sánchez, sin embargo, no compartía del todo las dudas del pequeño Ernesto, y vivía despreocupada tratando de ser lo más feliz posible dentro de sus posibilidades económicas. Jesús, el padre de Ernesto, regentaba una pequeña tienda de chucherías bajo su casa, lo que le convertía en una de las personas más estimadas por todos los infantes y retrasados mentales de la ciudad, gracias a su trato afable y su realmente feo pero simpático rostro. Todos los niños corrían, cuando tenían la ocasión, hasta el puesto de Jesús Sánchez para comprar toneladas de nubes de azúcar, tiburones de gominola o barras de regaliz; mientras que el pobre Ernesto se quedaba encerrado en su habitación, unos pocos metros más arriba, leyendo libros de Kafka o Nietzche. “¿Qué sentido tiene labrarte un futuro si todo es fortuito y caduco, papá?”, decía a su padre cuando tan sólo contaba media docena de años. “Hijo, será mejor que te tomes la hamburguesa de gominola y dejes de decir esas palabrotas tan raras.”


Nunca comprendió que a su alrededor pocos, muy pocos, compartían las existenciales dudas que corroían su alma. De vez en cuando, sin embargo, se reunía a escondidas con personas que, como él, no hacían más que cuestionarse el devenir de sus vidas. Así Ernesto, durante una corta temporada, debatía con un hombre desaliñado que esperaba el autobús en su misma calle con un maletín prácticamente vacío. “No vendo un sólo seguro” le decía entre sollozos al pequeño Ernesto, “y mi mujer se ha ido con otro. Estoy destrozado...” Ernesto, que poco sabía sobre relaciones matrimoniales o ventas de seguros, le respondía con una tanda de aquellas dudas que a él más le interesaban. “¿Por qué estamos en este mundo? ¿Qué puede haber más allá? ¿Con qué tipo de pasta se hace la gomina para el pelo?”. A Ernesto le divertía mucho compartir estas preguntas con personas cono este vendedor de seguros pero, desgraciadamente para Ernesto, a los pocos días este desaliñado señor dejó de aparecer donde solía. Según le explicaron a Ernestito, el vendedor se equivocó al agarrar el autobús y quiso subir antes de que éste parara. Incomprensible, pensó entonces nuestro querido filósofo.


Los años se sucedieron y Ernesto se hizo cada vez mayor, al igual que sus dudas y preocupaciones. Entretanto, cuando no leía a uno de sus nihilistas favoritos, atendía la tienda de su padre, aunque con su llegada los niños no corrían con tanta velocidad para comprar sus golosinas. Esto se debía, evidentemente, a que cuando un infante pedía cualquier dulce de los que allí se vendían, Ernesto le daba, como regalo adicional, un pequeño trauma infantil entre signos de interrogación. El padre de Ernesto recibió numerosas quejas de madres que le recriminaban que, después de comprar sus chucherías, sus hijos llegaban a casa llorando y preguntando que, si el cosmos es finito y Dios no existe, que razón hay para vivir. Jesús decidió entonces echar a su hijo de la tienda y del trabajo, pues ya contaba con cierta edad como para poder ganarse la vida por su cuenta, y Ernesto vagó por la ciudad buscando una ocupación, sin comprender por qué debía buscar trabajo si antes o después debía morir. Pero entonces descubrió una de sus mayores vocaciones: La música.


Parece ser que, en uno de sus paseos por la ciudad divagando sobre el origen del mundo, Ernesto encontró a un grupo de jóvenes tocando la guitarra en el parque. El sonido de la música llamó la atención de nuestro protagonista y decidió hacerse con una y componer canciones con las que trasmitir al mundo todas aquellas dudas que tanto le inquietaban, con el fin de encontrar con quién compartir su desasosiego. Empezó a tocar, como aquellos jóvenes, en parques públicos y estaciones de metro, y poco a poco se le sumó un gran número de personas que comprendían sus letras y las sentían muy adentro. Fueron famosos entre esta gente (que siempre vestía de negro y se maquillaban de manera grotesca) sus temas “Somos alma o materia” o “Es realmente pollo lo que sirven en el KFC”. Los fans de Ernesto se multiplicaban exponencialmente, y poco a poco le instigaron para que grabara sus canciones y las hiciera públicas. Él, aunque no comprendía el por qué del asunto (y de tantos otros) accedió aunque de mala gana, y fue al estudio para grabar una modesta maqueta.


Y en aquel momento fue cuando se puede decir que la fortuna guiñó amablemente el ojo a Ernesto Sánchez, pues tras grabar aquella maqueta un famoso estudio decidió comercializarla y bautizar aquella música que él hacía como Rock Existencialista. Lo que siguió a esto es evidente: Giras por todo el país, grandes ventas de sus discos, videoclips que hicieron historia... Hasta convertirse en uno de los artistas pop más cotizados del país. Formó una banda completa, los “Dubte”, y siguió cantando y emitiendo su mensaje a todo aquel que quisiera escucharlo.


Sin embargo, después de un par de años saliendo en portadas de revistas como la Rolling Stones o Semana, Ernesto abandonó repentinamente el mundo de la música, declarando que nadie había comprendido el mensaje de sus canciones, ya que no conocía a un sólo fan que se hiciera como él las dudas que recitaba en los conciertos. Entonces decidió encerrarse en su mansión de Los Ángeles, acompañado sólo por sus 23 sirvientes, su profesor de tenis y su chófer. De esta manera, prácticamente sólo en el cosmos, podría seguir leyendo a los clásicos y encontrar de una maldita vez el sentido de su triste, miserable e incomprendida vida.


En tres palabras: Ole sus huevos.





Golpetazo

Qué bonito es pensar que uno tiene la suerte de caer en el mejor lugar en el momento oportuno. Qué hermoso verte de pronto donde querías sin apenas esforzarte. Qué divertido es encontrarte con un mundo que te sonríe cual decorado de los Teletubbies... Desgraciadamente, esos momentos de fortuna o de orgásmica drogadicción se equilibran, como el yin y el yang o los documentales de la 2 con la telemierda de la 5, con esos momentos de la más puñetera de las punterías.

Es como si en un atasco de coches estás siempre en el carril más lento, o te escogen entre millones de personas para una cansina encuesta o, como es el caso que nos ocupa, cuando entras en el mercado laboral con una crisis de proporciones bíblicas (bíblicas de los últimos capítulos, que son los que acongojan)... Uno se pregunta si tendrá la fortuna suficiente para no acabar, después de todos los estudios realizados, vendiendo menús wini wini en un winipizza o un burguerwini.

Porque si hay algo peor que tener mala pata, eso es la incertidumbre... y en tiempos de crisis económica (que cansinos estamos, por cierto, con la maldita crisis) otra cosa no habrá, pero incertidumbre la que uno quiera... Para aquellos que se encuentren en una situación similar a esta, os dedico esta bonita canción. Porque tener dinero es lo de menos, lo importante es creérselo uno, qué narices.

Por cierto, fijaos en el señor batería... a eso me refiero con creérselo, amigos...



Un saludo de este bloguero con un dolor de cabeza tremendo (¿será por el mazazo de la realidad?)

Critica a la pura razón


Corría el año 1992 cuando José Fandango hizo su primera crítica. No era en aquel entonces un profesional como lo es ahora, pero sus vívidas e hirientes palabras hicieron que no fueran pocos los que le escucharan desde entonces. Decimos que corría el año 1992 cuando José Fandango, que por aquel entonces se dedicaba a comprar, quemar y cobrar el seguro de diversos inmuebles, acudió por curiosidad al recién inaugurado museo nacional centro de arte Reina Sofía, tal vez para practicar en aquel lugar su querida piromanía. Al aproximarse aquel día a un cuadro firmado por un tal Maura, el señor Fandango, tras unos minutos observándolo circunspectamente, exclamó bien alto para que todos pudieran escucharle las cuatro palabras que poco después le harían famoso: "Valiente mierda más grandísima". Los visitantes que en ese momento contemplaban las obras allí expuestas no pudieron más que dirigir su vista hacia aquel pánfilo, sobresaltados por el grito que rompía aquel silencio sepulcral y presuntamente respetuoso con las obras de nuestro arte patrio contemporáneo. Sin embargo, en vez de recriminarle tal insulto a la moderación, un señor que intentaba descubrir si el gotelé formaba parte de la exposición se dirigió a Fandango y empezó a aplaudirle con una expresión de completa convicción y complicidad. Su señora, invidente, aplaudió sin tener mucha idea de lo que iba el asunto con igual vehemencia, golpeando sin quererlo a una tercera persona, que por el golpe recibido pensó que debía aplaudir también si no quería seguir recibiendo. Toda la cuarta planta del Reina Sofía aplaudió entonces a José Fandango... y así empezó su leyenda.

Cuentan algunas versiones de la historia de este personaje que entre las personas que aplaudían se encontraba Jacinto Puente, director de la revista España 3000, famosa en la década de los noventa por presentar mensualmente un ejemplar con un guardia civil en paños menores para que los más españófilos tuvieran qué colgarse en la pared sin temor a ruborizarse. Al salir del museo, Jacinto Puente se acercó al señor Fandango para invitarle a la redacción y ofrecerle una colaboración en su revista. Fandango preguntó si podría llevarse su bidón de gasolina (que siempre iba con él) y en caso negativo si podría esperar a que quemase un par de cafeterías de camino a aquel lugar. Lamentablemente, aunque el señor Puente accedió a contemplar cómo quemaba un par de edificios, a Fandango se le olvidaron sus cerillas, y ningún transeúnte quiso prestarle lumbre, ya que la solicitaba enseñando sin mucho disimulo la gasolina en cuestión. Después de esta anécdota sin demasiada importancia, Jacinto Puente ofreció, como decíamos, una columna mensual donde Fandango podría criticar lo que él quisiera, usando las palabras que él estimara oportunas. No encontraría límites en su libertad de expresión, y los lectores de España 3000 estarían orgullosos de ver cómo un español de pura cepa (eso suponía) decía las verdades que pocos se atrevían a decir. Huelga decir que Fandango accedió de buena gana, y empezó a escribir críticas de teatro, ballet, óperas o películas orientales, aunque bien podían ser todas la misma crítica, ya que en todas repetía aquellas palabras que ya pronunciara frente al Maura: Valiente mierda más grandísima.

Sin embargo, pese a su pobreza léxica y su escasa originalidad, José Fandango se hizo querer mucho entre los lectores de España 3000 (en las jaulas de los gorilas del zoo de Madrid no se leía otra cosa), y poco después nuestro personaje dio el salto a la radio, colaborando en el programa "Seamos Sinceros(SS)" de Radio Nacional Española Hispana Y a Mucha Honra, Caray (la RNEHYAMHC, para abreviar), donde presentaba su propia sección que, como no podía ser de otra menera, se denominaba "La mierda de hoy es". Allí conoció a la bella actriz de radionovelas Ester Píscore, que poco después daría el salto al cine y se convertiría en una estrella mundial. Ambos, durante el tiempo que duró el programa Seamos Sinceros, entablaron una bonita amistad, y cuando Ester ya aparecía en algunos seriales televisivos y en pequeñas fotografías de revistas del corazón, José Fandango aparecía con ella, por lo que se rumoreó sobre la existencia de algo más que amistad entre ellos. José Fandango no fue tonto y aprovechó la ocasión para poder aumentar su nivel de popularidad, y fue entonces cuando decidió acudir una noche al apartamento de Ester Píscore y prenderle fuego a todo el edificio, causando numerosos daños materiales y provocando un mortal ataque al corazón del hamster de Ester.

Fue así como se hizo famoso en todo el país José Fandango y, después de pagar una multilla por su acto pirómano, acudió a numerosos medios a contar cómo hizo aquella estupidez, aprovechando para soltar entre pregunta y pregunta alguna crítica a lo que él veía oportuno, no sin callarse su famoso "valiente mierda más grandísima". El volumen de los aplausos crecía en cada intervención, y después de las entrevistas acudió como tertuliano a muchos programas de diversos tipos: del corazón, de cotilleo, de prensa rosa e incluso algun reality, creciendo su fama y su caché de manera exponencial cada vez que aparecía delante de una cámara.

Hoy, Fandango posee cuatro cadenas de televisión: Valiente 5, Mierda 7, Más 8 y la recién creada Grandísima 3, destinada a los más pequeños para la TDT. Es, aseguran los profesionales del medio, uno de los críticos más aclamados del pasado siglo y el más poderoso hombre de la televisión. Su secreto es, según afirma personalmente, "dar a la gente lo que quiere". Y a tenor de sus resultados no cabe duda de que lo consigue.