Aunque he de reconocer que la música de Pearl Jam me gusta desde que era adolescente y que seguramente sean todos sus miembros tan bellas personas como les permitan la fama y las sustancias cuyo consumo se les presupone por su condición de estrellas del rock, no es menos cierto que ellos son también en parte responsables de mis recientes y fatídicas desventuras físicas y sentimentales. Vamos, que les he cogido manía.


Era su canción “faithful”, de su gran disco Yield, la que sonaba en mis auriculares cuando salí de casa embutido en la horrenda indumentaria de quien trata de salir a correr o, mejor dicho, sacar a pasear su oronda masa corporal, como era mi caso: Camiseta de tirantes amarilla, pantalones cortos comprados en tiempos pretéritos y hasta una cinta para la cabeza como las que todavía luce algún tenista de talla mundial en las grandes competiciones sin que por ello se le tome por un fantoche, como sí me tomó mi portera al lanzarme una mirada que precedió a una profunda e hiriente carcajada que no trató de disimular cuando salí del portal. El final del verano, con el descenso de las temperaturas que trae consigo año a año, me había motivado para hacer algo de ejercicio aeróbico después de tener que ocultar patéticamente mis circunferencias durante los meses de julio y agosto a los ojos y narices de la civilización humana. Quién sabe, quizás si repetía este extenuante paseo a diario durante todo un año, para la próxima operación bikini ya podría lucir mis futuribles abdominales y mi presupuesto porte hercúleo, ser otra persona, en definitiva, y mirar por encima de mi ancho hombro a mi enclenque portera.


Pero ya se sabe que cuando uno hace muchas cábalas y sueña demasiado estando despierto, algo ocurre que le hace despertar de su ensoñación y devolverle al mundo cruel que le ha tocado vivir. Cuatro minutos y dieciocho segundos, los cuatro minutos y dieciocho segundos que dura “faitful”, bastaron para que ocurriera lo que ahora trato de narrar a duras penas y que me reinstaló en este cosmos carente de sentido del que les hablo, no sin antes hacerme evadirme de él momentáneamente como quien se prepara para dar un buen trastazo contra el suelo. Y es que, cuando en mis oídos gritaba furioso aquello de “and echoes nobody hears, it goes, it goes, it goes” Edward Louis Severson III, también conocido como Eddie Vender, también conocido como el cantante de los Mermelada de Perla, pasé fugazmente (todo lo fugaz que un cuerpo como el mío puede hacerlo mientras trata de esconder una ridícula cintita de algodón en el bolsillo) al lado de una figura que me fascinó en pocas milésimas de segundo. En el tercer “it goes”, de hecho, aquella imagen ya me tenía prendado y contemplativo como un perro puede estarlo frente a una chuleta de cerdo a la brasa. Esa figura, ya lo habrán adivinado, respondía al perfectamente cincelado cuerpo de una mujer que, de espaldas a mí, parecía escribir algo en una libreta, o mandar un mensaje por el teléfono móvil o contarse los botones de la camisa. No sé. Lo que hiciera o dejara de hacer era algo que no podía adivinar debido a que me daba la espalda, pero supuse en ese momento que aquella silueta, rodeada por los haces de luz del ocaso madrileño, podría ser la de una de las mujeres más bellas que había conocido nunca. Y eso que sólo le había visto el culo.


Pero me faltaba saber cómo era su cara. La mayoría de los hombres que se precien de serlo no pueden nunca dejar a su imaginación, generalmente escasa y muchas veces nula, los rasgos faciales de quien, todo apunta, puede ser una preciosidad de persona, y todos, absolutamente todos, tratan de retorcerse lo más que pueden con tal de poder satisfacer esta curiosidad tan primaria (qué decepción cuando, al dar la vuelta un cuerpo perfecto, te observa un sapo, una salamandra o cualquier otro anfibio, eliminando todo atisbo de libido en el organismo). Y yo no era menos. “We're faithful, we all believe, we all believe it”, me decía Eddie cuando giré mi cuello para poder ver la aleta izquierda de su nariz, el nacimiento de su ceja, la comisura de sus labios. Y fue entonces cuando, repentinamente y sin previo aviso, un coche chocó contra mí o, lo que es lo mismo, me atropelló a causa de que también se había percatado de la presencia de ese monumental cuerpo el despistado conductor que había dentro, catalogable asimismo como un miserable hijo de puta, según sea la relación del que hable con la víctima del suceso que, en este caso, soy yo. Ya podía estar buena la muchacha.

1 comentario:

Pepe Soldado dijo...

Al fin vuelves a publicar en HACW, por un momento pensaba que te habías vuelto un optimista.

Un saludo.