Historia de una moneda

Lo cierto es que no tenía demasiada memoria, pero cuando se ponía a rememorar a Conchita le entraban serias dudas existenciales. Conchita, para aquellos que no lo sepan, era una monedilla de diez céntimos de euro, pero ella recordaba haber sido alguna otra cosa antes. “¿Tú crees en la reencarnación?” Preguntaba a veces en las horas de oscuridad dentro de un bolsillo. “Yo sólo creo en la devolución, pero siempre que se cumplan los requisitos mínimos, evidentemente”. Que aburrido era, pensaba siempre Conchita, hablar con tickets de compra.

Y todas estas dudas surgían porque Conchita estaba convencida de que, hace un tiempo, ella valía un poco más. Ella estaba segura de haber sido en una vida anterior una moneda de cincuenta céntimos, nada menos. Ahora apenas valía ella sola para comprar un par de chicles en el kiosco. Y todavía antes había sido, según recuerda, una moneda de cien pesetas. “Eso no se lo cree nadie”, le solían decir los billetes cuando, en una caja registradora, se ponían todos a charlar sobre el devenir de sus existencias. Las cajas registradoras estaban bien, la verdad. Eran realmente entretenidas. Sobre todo cuando te libraban de los tubos de plástico donde te encerraban con otras tantas monedas de tu misma clase sin dejarte apenas espacio para presentarte al resto ni emitir una palabra siquiera. Malditos sean esos tubos de plástico que las cajeras golpean violentamente mientras mascan chicle con la boca bien abierta para, como si de un huevo se tratara, abrirlos y sacar las monedas que ellas llaman “cambio” sin haber dado nada por el tubo en cuestión. El caso es que, una vez roto el cascarón de plástico, las monedas y los billetes se lo pasaban en grande dentro de las cajas registradoras. Además, aquello era un ir y venir continuo, con lo que, con poco que te quedaras dentro, podrías conocer a un montón de monedas y billetes. Allí Conchita ha tenido la suerte de conocer monedas que hablaban francés, italiano, griego... y así se enteraba de lo que valía en aquellos países que algún día, si la cosa iba bien, podría visitar.

Con lo que no congeniaba del todo bien, aunque ya lo habrá supuesto nuestro estimado y avispado lector, era con aquello que habitualmente llaman “papel moneda”. “Aquello de moneda tiene poco”, ha pensado siempre Conchita, “pero míralos a los malditos billetes, prepotentes ellos, valiendo nada menos que quinientos euros. Para luego, ya ves tú, estar algunos deformados de tanto ser enrollados, impregnados de un polvo blanco asqueroso... o pegados con papel adhesivo...” No duraban nada los billetes aquellos y encima valían mucho más que la pobre Conchita. “No te quejes demasiado” solía contestarle una moneda de un céntimo cuando Conchita se ponía melodramática, “que yo he estado meses encima de una mesa sin que nadie me quisiera, y rara es la vez que me usan para algo que no sea atornillar o jugar a las chapas...” Sí que es cierto, rectificaba entonces nuestra valiosa Conchita, mientras rezaba con todas sus fuerzas para que no se reencarnara nunca en una de esas monedas de tres al cuarto, pobres. Y entonces recordaba cuando, en una vida anterior, valía algo así como veinticinco pesetas. Recuerda que una buena temporada tuvo un cordón atado a su agujero que le hacía bailar para arriba y para abajo en las máquinas de tabaco, y en las de refrescos, y en las tragaperras (que regurgitaban gracias al cordón, claro)... y sonreía... Fue bonita esa etapa, no como cuando estuvo en uno de esos monederos de señora mayor, de aquellos que apestan siempre a colonia barata y apenas se abren ni para airearse... o cuando estuvo en manos de un hombre que tenía muchísimas más monedas como ella, y acabó finalmente en un vaso de cartón de otro hombre que, eso decía, no tenía ninguna... qué de experiencias había vivido, pensaba. Ya quisieran muchos hombres haber pasado por tantas manos y haber vivido tanto y tanto tiempo como ella... y lo que le esperaba...

... lo que le esperaba, sí, siempre y cuando a alguien se le ocurriera mirar debajo del sofá para volver a encontrarla después de seis meses escondida. “Espero a que se pase la crisis” se le oía comentar a una pelusa. “Yo lo que espero es que no pase la mopa”, le respondía.


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